Las Cortes Generales acaban de aprobar la Ley para la transformación digital del sistema financiero tras una tramitación de apenas nueve meses en la que se han introducido algunas mejoras sobre el texto remitido por el Consejo de Ministros en febrero. Celebración adicional merece que el texto haya recibido el voto favorable unánime, logrando un consenso inédito en los tiempos que corren. La comprensión de su relevancia estratégica más allá de la coyuntura política, su armazón técnico jurídica y su gestación mediante un proceso participativo en el que todos los actores implicados han contribuido con su experiencia e ideas, tal vez se encuentren en la base de tal consenso.
La nueva ley es conocida especialmente porque en ella se prevé la puesta en marcha en nuestro país de un espacio de pruebas o sandbox que, como el arenero de los parques infantiles, no es más ni menos que un espacio seguro para el aprendizaje, la interacción y el desarrollo de proyectos innovadores de base tecnológica. Los proyectos deberán encontrarse suficientemente avanzados y aportar valor añadido en ciertas dimensiones de la actividad de entidades y autoridades financieras: la mejora de la eficiencia, el cumplimiento normativo, la calidad de la prestación de servicios financieros a consumidores o su funcionalidad para la regulación o la supervisión financiera, entre otras. Pensemos, por poner solo algunos ejemplos, en la aplicación de la inteligencia artificial y el machine learning a la gestión de riesgos de las entidades financieras, en el uso del industrial internet of things para canalizar la inversión hacia activos sostenibles, o en el de la tecnología blockchain para agilizar los pagos de prestaciones públicas o para la verificación de identidad en la lucha contra ilícitos financieros. Una vez que los proyectos aceptados echen a andar, las pruebas serán monitorizadas por las autoridades que las supervisarán conforme a un esquema ley-protocolo similar al contemplado en la legislación de ensayos clínicos para garantizar la seguridad de nuevos fármacos y tratamientos.
Si el sandbox funciona bien permitirá la visibilización de España entre los países de vanguardia en materia tecnológica financiera y regulatoria y favorecerá la captación de inversiones y talento. Sin embargo, como el macguffin en el cine de Hitchcock, el sandbox no es tan importante por sí mismo como por ser el elemento que pone en movimiento el conjunto de la trama, funcionando como catalizador dentro de una ley concebida como respuesta integral a los retos del contexto digital. El texto prevé, entre otras novedades, la puesta en marcha de un canal de comunicación directo, ágil y transparente entre autoridades y empresas y de un mecanismo de consultas pensado para mitigar los problemas de inseguridad jurídica o de excesivo hieratismo en la aplicación de nuevas tecnologías a la prestación de servicios financieros. Asimismo, se reconoce expresamente el principio de proporcionalidad entre actividades, riesgos y regulación, esencial para luchar contra el arbitraje regulatorio existente entre bigtech, entidades financieras asentadas y nuevas fintech, principio que no es otra cosa que la plasmación con efectos prácticos en las decisiones de reguladores y supervisores del principio de igualdad de trato conforme al cual es preciso tratar igual lo que es igual y diferente lo que es diferente.
Por último, el carácter integral de la ley se refuerza mediante una suerte de circularidad conforme a la cual los hallazgos relevantes de las pruebas beneficiarán no solo directamente a sus promotores, sino indirectamente al conjunto del sistema financiero en tanto que informarán la actuación supervisora y la práctica legislativa, aunando seguridad jurídica y capacidad de comprensión y reacción rápida ante los cambios tecnológicas y sus implicaciones. A tal efecto se prevé la presentación de un informe anual ante las Cortes Generales y otro informe sobre la incorporación a la función supervisora de la innovación de base tecnológica.
Dice Manuel Atienza (que acaba de publicar Una apología del Derecho y otros ensayos en Trotta) que la mayoría de los juristas españoles y latinos en general hemos sido educados en una concepción normativista del derecho que apunta más hacia la validez que hacia la eficacia de las normas o, dicho de otra manera, que considera el derecho como un mero sistema de normas, como la organización externa, normativa y coercitiva de la sociedad. En su lugar, parece posible una concepción que entienda el derecho como una actividad o práctica social, es decir, como un sistema de fines que trate de ofrecer soluciones dinámicas a la complejidad social. Esta concepción del derecho como práctica social requerirá, [además de una Administración proactiva], la participación de la sociedad civil en el proceso de elaboración de las normas, la deliberación pública racional de las alternativas y la comprensión por parte de los aplicadores de la necesidad de justificar sus decisiones: ex ante mediante la motivación de sus actos, para poder así aprovechar al máximo su margen de apreciación; y ex post mediante la rendición de cuentas y la evaluación de resultados de las políticas públicas.
Podrá hablarse entonces de una doble dimensión dinámica y argumentativa del derecho coherente con las exigencias del Estado social y democrático de derecho y con las de una realidad en la que la gestión de la incertidumbre con arreglo a fines resulta indispensable. Tener en cuenta esta doble dimensión, parece esencial, además, para afrontar los procesos de transformación social [(tecnológico, ecológico, demográfico)] y, en general, para que los destinatarios de las normas las asuman desde el punto de vista interno, es decir, las incorporen con naturalidad crítica a su comportamiento. La Ley para la transformación digital del sistema financiero es un pequeño paso en esta dirección.
Este artículo se publicó originalmente en Invertia-El Español.