Al turista que visita el bazar de un lugar exótico se le ofrecerán productos cuyo precio podría no solo ser el resultado de un proceso de regateo más o menos tedioso, sino también reflejar las propias características personales del comprador. A turistas de procedencias, edades o indumentarias diferentes probablemente se les cotizarán precios distintos por el mismo artículo en la misma tienda.
Esta heterogeneidad de precios para el mismo producto ha sido una característica habitual en el pasado. Los «precios publicados» que no distinguen entre consumidores a los que estamos acostumbrados son una anomalía histórica. En localidades o situaciones en las que la competencia era escasa, los comerciantes solían cobrar precios diferentes a diferentes consumidores en función de la información que tenían de sus características, obtenida, por ejemplo, de interacciones previas. Los precios publicados surgen como resultado de los desafíos que generó el desarrollo de los grandes almacenes. Este formato moderno de venta minorista, que se desarrolló durante la primera mitad del siglo XX asociado a la creciente urbanización, permitió a los comerciantes beneficiarse de economías de escala en su actividad. Podían llegar a más consumidores y ofrecer un mayor surtido de productos al tiempo que reducían drásticamente los costes. Este formato, sin embargo, tenía sus inconvenientes. Para empezar, los mercados se volvieron menos locales. Los consumidores compraban en distintas tiendas, lo que limitaba la información que los vendedores podían reunir, por ejemplo, de compras anteriores. En segundo lugar, los grandes almacenes requerían numerosos empleados para atender a la creciente clientela, los cuales carecían de la información y experiencia para determinar precios para cada consumidor en función de sus características (a diferencia del comerciante de la tienda tradicional). La menor información derivada del anonimato que permitían los grandes almacenes, unida al imperativo de establecer reglas simples de precios para sus empleados, condujo a la adopción de los precios publicados. Con este sistema, las transacciones se agilizaban y los empleados tenían menos margen de discrecionalidad, por lo que requerían menor supervisión. Estos ahorros en costes compensaban con creces las pérdidas de no poder discriminar precios.
Internet ha transformado nuevamente estos sectores. Las cookies del navegador comunican información sobre nuestras preferencias que los intermediarios de datos venden a los minoristas, quienes la complementan con sus propios datos obtenidos del historial de compras previo. Al mismo tiempo, la creciente potencia de computación y el análisis de macrodatos (big data) han facilitado aprender de esta información para inferir valoraciones de los consumidores individuales que luego utilizar para ofrecer precios personalizados. En cierto sentido, la economía digital permite a los vendedores embarcarse a escala global en el tipo de discriminación de precios que los minoristas rurales solían aplicar localmente.
Una idea aceptada mayoritariamente entre los profesionales del sector y académicos es que la discriminación de precios (la aplicación de precios personalizados) aumenta el bienestar social, pues permite a los consumidores comprar un bien cuando la valoración del mismo supere el coste de producirlo. También hay consenso en que los consumidores se beneficiarán más de un aumento de la producción cuanto mayor sea la competencia entre las empresas.
«En algunas circunstancias, al ser improbable que el mercado distribuya la información con eficiencia, la competencia no se hará efectiva. En esas circunstancias podría ser precisa una regulación que garantice que el uso de la información no constituya una barrera de entrada significativa».
Sin embargo, el efecto observado en la realidad podría obligar a matizar ambas conclusiones. Si bien es probable que una competencia intensa haga que los precios personalizados beneficien a los consumidores, en la práctica son muchas las razones por las que podría no surgir tal competencia. En primer lugar, la información tiene características que la asemejan a un monopolio natural. Las empresas con más información pueden diseñar productos mejores que ofrecer a los consumidores, lo que atraerá más demanda, generando a su vez más información. En segundo lugar, si estas empresas son intermediarios que venden servicios publicitarios, disponer de mejor información sobre los consumidores les confiere una fuerte ventaja competitiva. Por último, y más importante, la información puede intercambiarse, y a los brokers a menudo les beneficiará venderla en condiciones de cuasi-exclusividad si hacerlo permite aumentar, por las razones antes mencionadas, el valor de dicha información.
Estos argumentos implican que en algunas circunstancias, al ser improbable que el mercado distribuya la información con eficiencia, la competencia no se hará efectiva. En esas circunstancias podría ser precisa una regulación que garantice que el uso de la información no constituya una barrera de entrada significativa que obstaculice la competencia e impida que los consumidores se beneficien de la misma.
Los esfuerzos de los consumidores para gestionar su privacidad no suelen ser una buena alternativa a una respuesta regulatoria. En primer lugar, existen costes de transacción para gestionar la información propia, los cuales impiden la asignación óptima de derechos de propiedad que resolvería los problemas identificados anteriormente. En segundo lugar, las estrategias dirigidas a evitar que las empresas conozcan las preferencias de los consumidores a menudo tienen consecuencias contraproducentes para el equilibrio. Las empresas podrían responder elevando los precios si con ello mermasen la eficacia de la estrategia de privacidad. Además, en el contexto de intermediarios que obtienen datos a cambio de prestar servicios subsidiados, el valor de estos servicios puede disminuir si los consumidores dificultan la recopilación de información.
Más información en el artículo ‘Precios personalizados en la economía digital’, publicado en Papeles de Economía Española, número 157