La internacionalización es un proceso que ha penetrado casi todas las esferas del comportamiento económico y social: las inversiones, el comercio, las carreras profesionales, el ocio, la cultura y la vida personal. Aunque la movilidad de personas entre países no es una condición indispensable para su desarrollo, lo acompaña frecuentemente. La crisis del coronavirus ha supuesto un alto en seco a la creciente movilidad internacional. Según datos de la Organización Internacional de las Migraciones, a finales de junio 219 países en el mundo habían decretado 68.964 restricciones de viaje. A pesar de que durante las últimas semanas las excepciones a estas restricciones han aumentado progresivamente, el número de vuelos comerciales en el mundo en la primera quincena de julio era el 60% del correspondiente a las primeras semanas de marzo[1].
En este repentino periodo de inmovilidad internacional al cierre de fronteras se unen las reticencias a emprender viajes en un escenario epidemiológico incierto. Se ha discutido mucho sobre las consecuencias en el sector turístico puesto que, además de ser potencialmente considerables, el plazo en que se hacían efectivas era inminente. Pero existen otras dimensiones en las que los efectos de la parálisis internacional pueden ser notables. Este sería el caso, por ejemplo, de los viajes de negocios, académicos o las relaciones personales. Si bien las tecnologías de la información y la comunicación han podido suplir en buena medida a la movilidad internacional durante los pasados meses, el dinero que invierten habitualmente compañías y personas en viajes profesionales, personales y educativos apunta al valor de la presencialidad. Los apretones de mano y miradas a los ojos que requieren los acuerdos importantes siguen necesitando de la presencia física.
Una de las expresiones más profundas de la movilidad internacional es la decisión de trasladar de forma estable el país de residencia. Según datos de la OCDE, el 3% de la población mundial vive en un país diferente al de su nacimiento. Entre los nacionales españoles, el porcentaje de los inscritos en el Padrón de Españoles Residentes en el Extranjero alcanza el 5,9%. Además, a principios de 2020 y después de seis años de crecimiento ininterrumpido de la inmigración se había alcanzado el máximo histórico de población inmigrante residente en España, el 15,2% (gráfico 1). Según datos de la Estadística de Variaciones Residenciales (EVR), en 2019 se inscribieron como nuevos residentes en España 827.000 personas nacidas en el extranjero. Se trata de una evolución que, aunque ha recibido poca atención mediática, solo es comparable a la registrada antes de la pasada crisis. También la pauta seguida por la emigración confirma el atractivo de España para la inmigración. Aunque un número importante de inmigrantes abandona el país cada año, su volumen evoluciona a la baja desde 2013 y se posiciona por debajo de las 300.000 salidas en 2019. Es decir, a pesar de que la rotación de la población inmigrante en España es notable, en los últimos años el saldo migratorio positivo crecía porque aumentaba la inmigración y disminuía la emigración.
Gráfico 1
Nota: El dato de porcentaje de población nacida en el extranjero correspondiente a 2020 es provisional.
Fuente: Elaboración propia a partir de datos de Estadística de Variaciones Residenciales y Estadística del Padrón Continuo.
Es evidente que el cierre de fronteras se dejará notar en el total de inmigrantes llegados este año a España. Aunque se han levantado las restricciones a la entrada para los países de la Unión Europea y algunos países extracomunitarios, la prohibición de viajar a España sigue vigente para los orígenes más frecuentes de los inmigrantes (excepto Marruecos). Este es el caso de casi todos los países latinoamericanos, de donde procedían el 54% de los inmigrantes llegados en 2019.
Varios factores condicionarán la evolución de los flujos una vez que se reanude la movilidad internacional con estos países. Es plausible pensar que el deterioro de la situación del mercado de trabajo español disminuirá el atractivo del país como destino de la migración laboral, por lo que se reducirían los flujos de entrada. Pero, al mismo tiempo, el carácter global de la crisis apunta a que el empeoramiento de las economías de los principales orígenes de los inmigrantes también será sustancial, lo que animará a muchos a tomar la decisión de emigrar.
Si se tiene en cuenta como referencia lo sucedido en la pasada crisis no cabe esperar una reducción sustancial del peso de la población inmigrante en España. Entonces, el porcentaje de nacidos en el extranjero siguió aumentando durante los primeros años de recesión, pasando del 13,1% en 2008 al 14,3% en 2012 (gráfico 1), a pesar del aumento de la emigración y la disminución de la inmigración. Aunque a partir de 2012 se empieza a registrar una disminución de la proporción de inmigrantes residentes en España, en cuatro años solo se reduce en poco más de un punto, para situarse en el 13,2% en 2016. Esto fue así porque, aunque la inmigración se redujo considerablemente, incluso en los peores años de la crisis el volumen anual de nuevos residentes fue notable. De hecho, solo en 2013 se registró un saldo migratorio negativo.
«A pesar de esta repentina inmovilidad internacional, la consolidación de España como país de destino de la inmigración no parece tener marcha atrás».
María Miyar
Hay otros factores ajenos a la evolución del ciclo económico y específicos de la crisis sanitaria que condicionarán las decisiones migratorias. Por ejemplo, puede esperarse que no se produzca el aumento de las salidas que se había dado durante la crisis anterior. En primer lugar, porque el cierre de las fronteras ha afectado también a las salidas y, en segundo lugar, porque a pesar de la gravedad de la crisis del COVID en España, es probable que los inmigrantes evalúen la calidad relativa de los sistemas de salud a favor del español. Por último, ha de tenerse en cuenta que los proyectos migratorios suelen tardar unos meses en gestarse y hacerse efectivos. El cierre repentino de las fronteras ha frustrado, con toda probabilidad, los proyectos migratorios de cientos de miles de personas que cuando empezó la pandemia estarían valorando trasladarse a España. Es difícil aventurar si esos planes se habrán cancelado o pospuesto.
La incertidumbre sobre la evolución de la sociedad española en los próximos meses, o incluso años, es alta. Pero varios factores sugieren que la inmigración jugará un papel relevante en su futuro. En primer lugar, el crecimiento vegetativo (negativo desde 2015) deja al saldo migratorio como el principal elemento de renovación demográfica. En segundo lugar, la crisis del COVID ha puesto de relieve los problemas para cubrir la demanda de mano de obra en el sector agrario, de cuidados y sanitario con la población autóctona. Por último, el aumento de contagios por coronavirus entre trabajadores agrícolas inmigrantes en las últimas semanas llama la atención sobre la necesidad de mejoras en las deficientes condiciones habitacionales en las que viven parte de la población de origen extranjero, también para controlar la crisis epidemiológica.
A pesar de esta repentina inmovilidad internacional, la consolidación de España como país de destino de la inmigración no parece tener marcha atrás. La necesidad de garantizar la seguridad sanitaria en los movimientos migratorios y en las condiciones habitacionales de los inmigrantes puede constituir también una oportunidad avanzar hacia un modelo de migración laboral regular en el que se preste atención a las necesidades del mercado laboral, la capacitación de la mano de obra y la búsqueda conjunta de beneficios para los países de origen y destino.
[1] Según datos procedentes de Flightradar relativos a la media móvil (siete días) de vuelos comerciales diarios a 12 de julio (60.297) y a 1 de marzo de 2020 (103.397 vuelos).