Nuevamente, vuelvo a escribir el día después de unas elecciones generales sobre los deberes del próximo Gobierno. 1.351 días después del 11 de noviembre de 2019, el día después de aquellas votaciones, y tras una grave pandemia, la guerra cruenta en Ucrania y un brote inflacionario persistente. Casi nada. En aquel entonces vivíamos ignorantes de lo que se nos venía encima en 2020, casi veíamos el futuro con optimismo, tras haber alcanzado algo de estabilidad económica al final de una década —como la de 2010— que se inició turbulenta con los coletazos de la crisis financiera y el brutal impacto de las tensiones de la deuda soberana europea.
Hoy todo aquello nos parece muy lejos, aunque no hayan transcurrido ni cuatro años. Tras experimentar una recesión sin precedentes —de las más graves en toda la OCDE— a causa del Covid-19, la economía española se ha ido recuperando paulatinamente, a pesar del impacto de la inflación, los problemas de la cadena global de suministros y el conflicto bélico. Hasta tal punto que incluso tenemos sectores con sobrecalentamiento de demanda, como el turístico, que este año superará al del 2019. Nos olvidamos con frecuencia de nuestras fortalezas y la de los servicios ofrecidos a visitante foráneos, junto al consumo privado y las exportaciones, las que dan buenas noticias en la coyuntura económica, sobre todo si la comparamos con los principales países europeos, azotados por una inflación más elevada y una mayor debilidad en su crecimiento actual, incluso algunos en recesión.
Hay una resiliencia de la economía española en este entorno que puede sorprender, pero tiene otras muchas lecturas. En primer lugar, el país está cerca de los 21 millones de afiliados. Ha progresado notablemente en creación de empleo, aunque también se observe cierto agotamiento de este ritmo de creación de puestos de trabajo en los últimos registros estadísticos. La tasa de paro está en el 12,7% y, aunque sea un avance, solo nos recuerda que debemos perseverar en los esfuerzos, ver qué ha funcionado y qué no. No hay lugar para la complacencia, puesto que el desempleo sigue muy por encima de los promedios de la UE y porque el estructural se estima en un 8% y aún estamos a una distancia considerable del mismo. El paro entre menores de 25 años supera el 28%, un registro muy incómodo. Durante toda la legislatura ha estado presente, en diferentes formas, la cuestión de la temporalidad de los contratos. Es un debate necesario para comprender el funcionamiento de las instituciones laborales en España, que deja diferentes interpretaciones. Por un lado, la flexibilidad ha mostrado un cierto rédito en los últimos cambios del marco regulatorio. Sin embargo, se habla de reformas laborales con demasiada ligereza. Parece que los diferentes actores políticos tiran en distintas direcciones, al menos en las declaraciones públicas. Sin embargo, en la práctica, los avances en descentralización y simplificación de contratos han permitido crear empleo como nunca en España. Todo ello, sin despreciar los importantes detalles (o algo más que eso) que suponen otros avances, como las subidas del salario mínimo, aunque se pueda discutir su recorrido y temporalidad. Por lo tanto, convendría reconocer que en materia de empleo ha habido más consenso del que aparentemente trasluce. Y, para certificarlo, está la UE, fijando límites a lo que sí y no parece conveniente desmantelar, cambiar o proponer en materia de trabajo.
Otro de los grandes ejes de cambio debe ser, sin más demora, la transformación productiva. El país está abocado imperiosamente al aumento de la productividad que persiguen todas las economías avanzadas, tras la crisis (en sentido de cambio) productiva a la que lleva el cambio tecnológico. La última gran manifestación es la inteligencia artificial, un campo en el que España está en un curioso, pero potencialmente interesante lugar desde el punto de vista estratégico. Cuenta con talento y capacidad científica para progresar, pero requiere una apuesta mucho más decidida por la inversión —privada y pública— y gestión de la I+D+i. Hacen falta los incentivos necesarios.
En estos años, también, hay un legado importante de gestión de situaciones críticas inesperadas que han marcado la agenda y que continuará requiriendo esfuerzos y una importante y responsable gestión. Al igual que en las anteriores legislaturas la crisis financiera y la de la deuda soberana ponderaron de forma considerable en la capacidad de decisión y presupuestaria, la pandemia y la guerra de Ucrania han dejado algo más que un poso en el gasto público. Va a tocar ya revisar las reglas fiscales de la UE para retomar la senda de la disciplina y ajuste. Sin embargo, todavía están por ejecutar gran parte de los fondos destinados a transformación y resiliencia (Next Generation EU) que se comprometieron con el Covid-19. El semestre europeo, que España preside, tendrá que lidiar con este equilibrio entre el mundo fiscal expansivo y el más responsable.
No puede olvidarse, además, que el cambio ha sido también notablemente financiero y monetario, entre otras cosas, por el importante cambio de régimen en la inflación. Los años de la gran expansión cuantitativa han pasado. Esa gran acción monetaria comenzó a desmantelarse apenas hace un año en la eurozona, con las primeras subidas de tipos de interés. En los años anteriores, en un entorno de tipos de interés negativos, el Tesoro español se financió a coste casi cero o incluso negativo. Y, lo que es tanto o más importante, amplió los plazos de pago de la deuda. Sin embargo, ahora el coste financiero ha subido. Lo saben las familias y empresas. El futuro mayor coste financiero lo notarán también las arcas públicas. Más aún, cuando hay factores de gasto que amenazan la sostenibilidad de las cuentas del Estado en un entorno de envejecimiento poblacional y de aumento del gasto en pensiones y sanidad.
Finalmente, España tiene que dirimir claramente cuáles son esos factores diferenciales en este entorno de cambio de productividad. Se habla mucho de digitalización y de sostenibilidad ambiental. España ofrece obvias ventajas naturales para encabezar o estar entre la élite europea de energías limpias. El problema es que ha habido demasiados vaivenes en el pasado y, ahora, sin embargo, hay una sensación de inmediatez —aquí y en todos lados— que sugiere costes importantes a corto plazo. La estrategia energética debe ser una, consolidada y bien agendada.
En definitiva, el nuevo Gobierno no afronta retos necesariamente nuevos, pero sí más acuciantes que hace cuatro años, aunque partiendo de una coyuntura comparativamente benigna. En un entorno global de proteccionismo y riesgos ampliados, lo menos que se puede tener es una hoja de ruta firme.
Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días