La economía española emerge del largo y tortuoso periodo electoral con claros síntomas de debilitamiento, aunque también aparecen algunas luces en el horizonte económico, todavía tenues pero que, bien aprovechadas, podrían servir de apoyo a la expansión. Según la previsión de consenso, el crecimiento será del 2% para el presente año, cuatro décimas menos que en el anterior ejercicio, y 1,6% en 2020. Lo que más pesa sobre la coyuntura es el enfriamiento del consumo de las familias y de la inversión, una tendencia ya en marcha y que se prolongaría en los próximos meses. Ante las incertidumbres, los hogares tienden a ahorrar y las empresas se muestran cautelosas a la hora de invertir sus sólidos excedentes financieros.
Sin sorpresa, la desaceleración deja poco margen para corregir los principales desequilibrios. Si bien la tasa de paro se reduciría —algo impensable en ciclos anteriores cuando se destruía empleo con tasas de crecimiento como las actuales— todavía se situaría en el 13,3% en 2020, la tasa más alta de la Unión Europea después de Grecia. El déficit público no bajaría del 2% del PIB, y eso teniendo en cuenta que la inversión pública en tecnología, investigación y equipamiento del país están bajo mínimos. A falta de más información sobre las orientaciones de política fiscal, el crecimiento previsto para la inversión pública en el bienio 2019-2020 es el más bajo de Europa.
Gráfico 1
Gráfico 2
Fuente: Panel de previsiones de Funcas
El panorama es pues preocupante, pero no exento de fuerzas expansivas. La principal, y también la menos esperada, viene del sector exterior, que toma el relevo de una demanda interna renqueante. Este año se anticipa un incremento de las exportaciones similar al registrado el año pasado, y en 2020 se prevé una aceleración. Todo ello en un contexto internacional marcado por la guerra de aranceles, el bréxit y la desaceleración de las tres principales economías del mundo que son EE UU, China y Alemania. Como las importaciones apenas aumentan, el sector exterior aportará actividad, en vez de drenarla tal y como se temía. Otra consecuencia de la evolución positiva del sector exterior es el mantenimiento de un fuerte excedente de las cuentas externas —el superávit debería alcanzar el doble de lo previsto por los analistas hace seis meses—. La posición competitiva, todavía relativamente favorable, es avalada por los resultados de ventas de grandes empresas en el tercer trimestre dados a conocer esta semana. Las exportaciones de estas empresas se aceleran, hasta alcanzar tasas similares a las registradas en 2018, algo que compensa (aunque solo parcialmente) la pérdida de ritmo de las ventas en el interior, lastradas por la anemia del consumo y de la inversión.
Por otra parte, no se detecta un incremento del endeudamiento privado o una burbuja inmobiliaria, que generalmente preludian una recesión. Pese al abaratamiento del crédito, los préstamos a particulares y empresas no se han disparado. Y, si bien el ciclo alcista del mercado de la vivienda podría estar tocando fin, las consecuencias para la economía serán benignas en comparación con la pasada crisis.
En definitiva, estamos en plena fase de desaceleración, pero como bien dijo Janet Yellen cuando estaba al mando de la Reserva Federal, las expansiones no se agotan por sí solas. Es decir, solo un shock —externo, financiero, o de confianza— provocará una recesión. La buena noticia es que no se aprecia una restricción externa, ni una evolución desfavorable del ciclo financiero, por lo que, en principio, existe un margen para que la economía siga creciendo a tasas que permiten avanzar en la corrección de los desequilibrios económicos y la reducción de las desigualdades. La mala es, sin embargo, que esto no basta, porque la expansión también depende de la confianza —del factor humano—, ese que incita a consumir e invertir, o por el contrario, presiona la prima de riesgo. En nuestro caso la confianza se consigue desatascando el proceso de reformas, y con una estrategia económica que despeje el horizonte.