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La competencia es más eficaz que regular los precios de los test de antígenos

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Si no les gusta el gris no sigan leyendo. La regulación de precios de productos sanitarios en tiempos de pandemia no se presta a un debate maniqueo. No hay verdades absolutas, sino pros y cons, un mundo lleno de grises. Ya discutimos en el blog la decisión de imponer un precio máximo a las mascarillas y concluíamos aquella entrada con una enigmática frase: los controles de precios en general no funcionan, pero las mascarillas pueden ser la excepción que confirma la regla. El caso de las pruebas de antígenos y, sobre todo, la situación de la pandemia, son diferentes, pero gran parte de los argumentos de entonces son válidos ahora. 

El primer principio general es que los controles de precios no suelen funcionar bien en mercados competitivos. El precio de equilibro de mercado —el punto de intersección de la famosa X de oferta y demanda— maximiza los intercambios y el bienestar. Si imponemos un precio inferior al de equilibrio, la oferta se reducirá y la demanda aumentará, lo que conllevará que existan más consumidores que quieran comprar el bien que unidades disponibles. Este exceso de demanda se traduce en colas, desabastecimientos y, en definitiva, en pérdida de bienestar. Además, se reducen los incentivos a invertir en aumentar la oferta o en innovar. 

Sin embargo, es dudoso que estos argumentos se puedan aplicar directamente al mercado de los test. Primero, por un problema de equidad. Sus altos precios hacen que sean los grupos de mayor renta los que proporcionalmente más los utilizan. Si reducimos el precio y la suerte (o las colas) deciden quién obtiene el test, este efecto renta se reducirá sustancialmente. Este es un argumento redistributivo en favor del control de precios defendido por muchos economistas, entre los que se encuentra el premio nobel Paul Krugman, que encuentra inadmisible que la protección ante la pandemia esté condicionada por el nivel de renta. 

Amihai Glazer, autor de uno de los mejores manuales de microeconomía y teoría de precios, proporciona otro argumento en favor del control de precios en mercados sanitarios que mezcla efectos redistributivos y de eficiencia. La idea central es que, correlacionado con la renta, está el tipo de ocupación. Por ello, con precios altos, los denominados white collar —trabajadores de oficina, de mayor renta y con más posibilidades de teletrabajar— acapararían las mascarillas y los test, frente a los trabajadores de la construcción o de las fábricas (blue collar) que tienen más riesgo por no poder teletrabajar y por depender en numerosas ocasiones del transporte público. Por ello, incluso con riesgo de desabastecimiento y racionamiento, puede ser preferible un precio máximo. 

Pero seguramente el argumento más poderoso es que el mercado de distribución farmacéutica no se corresponde con un mercado perfectamente competitivo. Las farmacias y los distribuidores farmacéuticos tienen poder de mercado y su comportamiento no casa bien con la pasiva y dócil oferta de los mercados competitivos. Cuando existe poder de mercado, un precio máximo puede aumentar la demanda y mejorar el bienestar porque, en este caso, la ineficiencia proviene de que transacciones eficientes no se realizan puesto que las empresas prefieren mantener precios altos antes que aumentar las ventas.

Pero cuando uno evalúa políticas públicas, no solo debe centrarse en análisis de los costes y beneficios de una medida, sino también en las posibles alternativas. Por todo lo dicho, la decisión del gobierno de fijar un precio máximo de los test de antígenos en 2,94 euros puede justificarse, aunque supone algunos riesgos que el gobierno intenta mitigar con la compra masiva de test. Pero existe una medida que podría alcanzar los mismos objetivos y, al mismo tiempo, disiparía el fantasma del posible desabastecimiento: el aumento de competencia en la distribución de los test.

Tal como recomendó ya en 2015 la CNMC, la venta en general de productos farmacéuticos que no requieren prescripción médica (como es el caso de los test) en supermercados y otros medios de distribución aumentaría la competencia, reduciría los precios, y el aumento de oferta reduciría el riesgo de desabastecimiento. Además, las grandes cadenas de distribución tendrían un gran poder de compra (en este caso el poder de mercado es viento de popa) y podrían conseguir más unidades con menores costes. Esto no es solo teoría: es lo que observamos en otros países que han tomado esta medida (ver gráfico 1 y mapa 1), y lo que observamos también con las mascarillas: que bajaron de precio radicalmente cuando aumentaron los canales de distribución y tienen ahora un precio mucho menor que el fijado inicialmente por el gobierno.

Nota: El gobierno británico subvenciona la adquisición de paquetes de 7 test en farmacias.



Es importante, finalmente, reflexionar sobre el impacto de las medidas en el medio y largo plazo. El aumento de precio de los test se ha dado en España y en todos los países de Europa. La razón es que la sexta ola ha incrementado la demanda exponencialmente, y los suministradores de test deben estar al límite de su capacidad. Cuando tenemos restricciones de capacidad, la teoría económica nos dice que los precios suben, porque los incentivos a bajar los precios y captar nuevos consumidores se reducen. Pero esta situación tendrá un reverso: por la misma lógica, previsiblemente la sexta ola habrá terminado en febrero; la demanda caerá, las restricciones de capacidad desaparecerán, y los precios bajarán. Si aumentamos la competencia en los canales de distribución, esa bajada se trasladará a los consumidores, y con ello se ayudara a controlar más la pandemia. Sin embargo, si no aumentamos la competencia, la mera existencia de un precio máximo no solo no ayuda a bajar los precios, sino que puede ralentizar la bajada de los mismos al actuar como un precio de referencia. 

Terminemos con la capacidad de síntesis de las redes sociales. Tenemos dos problemas: los altos precios de las pruebas y su escasez. Fijar un precio máximo ataca el primero de los problemas con el riesgo de agravar el segundo. Aumentar la competencia, permitiendo la venta de los test en supermercados, no solo mata los dos pájaros de un tiro, sino que nos garantiza que cuando se produzcan las previsibles bajadas de los costes, estas se trasladarán a los consumidores, aumentando con ello su uso y la salud de todos.

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