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Regulación y competencia en tiempos de pandemia. Los precios máximos de las mascarillas

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Cuando todo esto pase podremos parafrasear al replicante de Blade Runner. “Yo… he visto cosas que vosotros no creeríais…”: como controles de precios que pueden mejorar la eficiencia. No son buenos tiempos para el pensamiento ortodoxo, porque muchas la leyes de la gravedad de la economía han dejado de funcionar. Se impone una economía de guerra. Son palabras del economista Joshua Gans –autor del libro Economics in the Age of the COVID-19, MIT Press (2020)– en un artículo que comenzaba con una cita de Keynes en 1940:

 “No es fácil para una comunidad libre organizarse para una guerra”.

Con la emergencia sanitaria, los medios necesarios (tests de diagnóstico, por ejemplo) han de asignarse en función de las necesidades sanitarias y sociales y no dejarse a la disponibilidad a pagar de consumidores y empresas. La demanda de ciertos productos se halla distorsionada, los insumos necesarios para los mismos son escasos y hay urgencia extrema en obtenerlos. La completa descentralización en cuanto al qué y al cómo producir en algunos sectores podría dar lugar a problemas de coordinación, altos costes de transacción y desabastecimiento a corto plazo. Un ejemplo de ello es la intervención generalizada por los gobiernos –no solo en España– de la producción de ventiladores sanitarios.

¿Podemos aplicar estrictamente las normas de regulación y competencia en estos tiempos de pandemia? Probablemente no, aunque siguen plenamente vigentes dos de los objetivos rectores fundamentales de la competencia: asignar de forma eficiente los recursos y promover el bienestar de los consumidores. Con esta perspectiva, en este artículo queremos analizar otra intervención gubernamental, la fijación de precios máximos de las mascarillas faciales desechables (y otros productos sanitarios básicos).

La restricción  de la libertad de fijación de precios en un mercado competitivo, que se describe con la famosa X de oferta y demanda, es generalmente una mala idea. Imponer un precio máximo por debajo del precio de mercado restringe la oferta del bien y provoca que existan más consumidores que quieran comprar el bien que unidades disponibles. Este exceso de demanda se traduce en colas, desabastecimientos y, en definitiva, en pérdida de bienestar: algunos consumidores tienen una disponibilidad a pagar por el bien superior a los costes de algunos productores que, sin embargo, no producen porque dichos costes son superiores al precio máximo. Desaparecen, además, los incentivos a invertir en aumentar la oferta o en innovar. Estos argumentos los exponen con más detalle Gabriel Doménech Pascual y Juan Luis Jiménez en un artículo que advierte contra el uso indebido de los precios máximos.

Sin embargo, el análisis del mercado de mascarillas puede ser distinto en el escenario actual. De hecho, el control de precios es casi un patrón en los países asiáticos, donde el uso de las mascarillas está generalizado, incluso entre los que tienen economías más abiertas como Corea del Sur y Taiwán. En Europa, las autoridades sanitarias han tardado en recomendar el uso de las mascarillas a toda la población y España es pionera en imponer un precio máximo, aunque se empiezan a escuchar voces en esa dirección en otros países. Por las razones que damos a continuación, puede que no sea una mala idea.

El mercado de distribución farmacéutica no se corresponde con un mercado perfectamente competitivo. Los precios que alcanzaron las mascarillas antes de la regulación de precios (decenas de veces los que tenían antes de la crisis) se pueden explicar, en parte, por la falta de oferta y el aumento de demanda internacional, pero también por el poder de mercado local. Cuando existe poder de mercado, un precio máximo puede aumentar la demanda y mejorar el bienestar porque, en este caso, la ineficiencia proviene de que transacciones eficientes no se realizan ya que las empresas prefieren mantener precios altos antes que aumentar las ventas.

El principal problema de introducir un precio máximo es que, necesariamente, reducirá la oferta de mascarillas, generando con ello un riesgo de desabastecimiento. Los incentivos a producir o importar mascarillas disminuyen y algunas empresas que servían al mercado local pueden preferir venderlas en el exterior. No obstante, como hemos dicho con anterioridad estamos en economía de guerra y el gobierno puede aumentar la producción de mascarillas para reducir el riesgo de desabastecimiento. Justo lo que ha sucedido: aplicando esta lógica, el ejecutivo ha encargado a una empresa de Mondragón la producción de 60 millones de mascarillas.

Ahora bien, dado que las mascarillas quirúrgicas son un bien sencillo, sin intervención, sin un precio máximo y sin la operación Mondragón, los altos precios y la ausencia de importantes barreras de entrada habrían conllevado, seguramente, el aumento de la oferta nacional e internacional y la consiguiente reducción progresiva del precio de mercado. Pero ese proceso puede ser largo; la incertidumbre puede generar fallos de coordinación en el mercado y no asignar eficientemente los recursos en el corto plazo.

«El precio máximo y la intervención de la oferta parecen la única forma de conseguir que en un plazo corto de tiempo, y de forma coordinada con la desescalada (coincidiendo con el retorno de la actividad productiva), se pueda disponer de un número suficiente de mascarillas a un precio bajo».

Juan José Ganuza

Entonces, ¿por qué no intervenir solo sobre la oferta, sin introducir un control de precios? Es una posibilidad, porque el aumento de la cantidad de mascarillas en el mercado necesariamente acarrearía una reducción del precio. Pero no hay garantías que esa reducción se trasladase uniforme y rápidamente a los consumidores. Tenemos la negativa experiencia de que los beneficios competitivos de la introducción de los medicamentos genéricos tardaron mucho tiempo en trasladarse a los consumidores y el sistema de salud.

Por ello, el precio máximo y la intervención de la oferta parecen la única forma de conseguir que en un plazo corto de tiempo, y de forma coordinada con la desescalada (coincidiendo con el retorno de la actividad productiva), se pueda disponer de un número suficiente de mascarillas a un precio bajo. Reducir el precio de las mascarillas era una prioridad no solo para aumentar el bienestar de los consumidores, sino también para aumentar el bienestar social y la equidad. Llevar mascarilla genera una externalidad positiva sobre los demás. Por ello un precio bajo puede ayudar a extender su uso y a limitar su reutilización (su efectividad es de hasta 6 horas), lo que redundará en una mejor salud para todos.

También es importante prestar atención a los efectos distributivos que tiene que las mascarillas tengan precios altos o bajos. La primera consideración es de equidad. Los precios altos de las mascarillas conllevan que sean los grupos de renta más alta los que proporcionalmente utilizan más las mascarillas. Mientras esto pasa con numerosos bienes, dado las implicaciones que las mascarillas tienen sobre la salud, deberíamos analizar las consecuencias de tener mascarillas con precios altos con criterios de justicia redistributiva, como el velo de la ignorancia de Rawls. Lo que traducido a nuestro contexto implica que no es admisible que la protección ante la pandemia esté condicionada por el nivel de renta. Esta es la posición de Krugman que recoge un interesante artículo de Aleix Calveras.

Amihai Glazer, autor de uno de los mejores manuales de microeconomía y teoría de precios, defendía en otro texto el control de precios sobre las mascarillas utilizando un argumento que mezcla efectos distributivos y de eficiencia. La idea central es que, correlacionado con la renta, está el tipo de ocupación. Por ello, con precios altos, los denominados White collar –trabajadores de oficina, de mayor renta y con más posibilidades de teletrabajar– acapararían las mascarillas, frente a los trabajadores de la construcción o de las fábricas –blue collar– que tienen más riesgo por no poder teletrabajar y por depender en numerosas ocasiones del transporte público. Por ello, incluso con riesgo de desabastecimiento y racionamiento, puede ser preferible un precio máximo.

Introducir un precio regulado máximo no es el único camino para reducir precios el precio de los mascarillas. Massimo Motta analiza el caso de Sudáfrica, que introdujo una norma por la que se podía acusar de aplicar un precio excesivo a toda empresa que incrementase los precios de bienes y servicios esenciales (máscaras faciales y guantes quirúrgicos entre ellos) durante el estado de emergencia sin estar justificado por un aumento de costes. De hecho, está en marcha un procedimiento de precios excesivos contra una empresa local que obtuvo márgenes superiores al 500% al aumentar el precio de una caja de máscaras faciales de 2 euros a 25. Sin embargo, este parece un camino demasiado proceloso para bajar los precios a corto plazo y coordinarlo con políticas de desescalada. Los procedimientos de precios excesivos son complejos porque requieren demostrar posición de dominio, y dependiendo de la agilidad de las instituciones pueden ser costosos en términos de litigiosidad y se pueden demorar en el tiempo.

El título del artículo de Amihai Glazer que citábamos antes es la mejor conclusión de la presente entrada: Price controls don’t work – but mask rationing is the exception that proves the rule. Dicho esto, todo depende del precio máximo que se fije. Como siempre, el diablo esta en los detalles. El objetivo es bajar el precio lo máximo posible sin generar problemas de desabastecimiento, lo que requiere conocer bien la estructura de la oferta. El precio fijado en España, 0,96 euros, parece prudente, porque es varias veces superior al precio de mercado de antes de la crisis. Grandes cadenas de supermercados han anunciado que comenzarán a distribuir mascarillas a precios ligeramente inferiores al máximo: una primera señal de que las matemáticas se han hecho bien, aunque la prueba de fuego será cuando empiece la desescalada y la demanda se dispare. Esperemos que la oferta aguante el pulso.

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