Más inflación y, una vez pasado el verano, menos actividad: este es el panorama al que nos enfrentamos, como lo avalan tanto los hechos como los anuncios de política internacional dados a conocer esta semana.
Al traspasar la barrera psicológica del doble dígito, es ya inevitable que el IPC se arraigue en la economía y que los vaticinios de los responsables de política monetaria se vean desbordados por la fuerza de la realidad. Incluso suponiendo una moderación de los costes importados en los próximos meses, la inflación rozaría el 9% en media anual en 2022, casi dos puntos por encima del pronóstico de mayo del Banco de España, y más que duplicaría el objetivo del banco central en 2023. Sin sorpresa, la pérdida de capacidad de compra se ha convertido en un tema central, como lo reflejan las encuestas de confianza del consumidor y de sentimiento empresarial.
Además, la versión “económica” de la recién celebrada cumbre de la OTAN es que la perturbación geopolítica, principal desencadenante del brote de inflación energética, será más persistente de lo anticipado. Lejos de amedrentarse, Rusia profiere nuevas amenazas. Y en China no han gustado las valoraciones del comunicado de la alianza acerca de su papel desestabilizador del orden internacional. También surgen tensiones en el seno de la alianza, como las generadas por el anuncio de restricciones a las exportaciones de gas británico hacia la Unión Europea.
Para afrontar un shock de este calibre, el BCE, tras salir de la negación, no debería irse a otro extremo y ceder a la presión de los halcones. Estos recomiendan un ajuste agresivo de los tipos de interés, para así generar un parón de la demanda y atajar el traslado de la inflación energética al resto de precios. De modo que al empobrecimiento generado por la guerra y la crisis energética, de origen externo, se añadiría la recesión auto infligida por una sobrerreacción de la política monetaria.
Una estrategia gradual, que pasa por aceptar que la inflación superará el objetivo durante un cierto tiempo, es por tanto preferible. Sin duda la gradualidad contiene riesgos de persistencia de la inflación, y de pugna permanente por la recuperación del poder adquisitivo. Pero ese sería el precio a pagar por la preservación del crecimiento.
La persistencia del shock también sugiere un cambio de paradigma de la política contra la inflación de los gobiernos. Hasta ahora, las principales medidas se justificaban por el carácter pasajero del encarecimiento de la energía. Las subvenciones generalizadas a los hidrocarburos que se han extendido a través del continente, o el recorte de IVA energético, se traducen en bajadas puntuales de IPC —como hemos visto en junio en Alemania—. Pero no podrán doblegar la tendencia ni ayudarán a reducir la dependencia energética. Se requieren por tanto medidas estructurales, como el estímulo al ahorro energético, el apoyo al transporte público, o la reforma del mercado eléctrico.
Las compensaciones a los grupos vulnerables también deberían adaptarse, para evitar efectos de umbral (cuando los receptores pierden la ayuda solo con ganar un euro más) y estimular el ahorro energético. Para ello algunos países como Italia utilizan el sistema fiscal, mucho más ágil que la actual multiplicación de bonos y exenciones. El despliegue de transferencias fiscales, que se podría extender a las empresas más intensivas en energía, también actúa como acicate para reducir el consumo.
El grueso del ajuste a un entorno de inflación elevada tendrá que ser soportado por las empresas y los trabajadores. Habrá que aprovechar las innovaciones que van apareciendo en algunos acuerdos. Se trata de conciliar intereses aparentemente contradictorios, pero en realidad unidos por la necesidad de mantener dos de nuestros principales activos: la competitividad, de momento intacta como lo muestra el mantenimiento del superávit externo, y la cohesión social.
IPC | Tras haberse acercado a la media de la eurozona en mayo, el IPC repuntó de nuevo en junio, abriendo una importante brecha con respecto a los principales países vecinos. El diferencial es de 1,5 puntos en relación a Alemania e Italia, y de 3,5 puntos en el caso de Francia. Preocupa el impacto en la competitividad del alza del IPC subyacente, también por encima de la media europea según el dato adelantado. Entre tanto, los salarios mantienen su moderación, con un incremento del 2,5% de los nuevos convenios colectivos firmados hasta mayo.
Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.