La economía es una ciencia social, cada vez con más ingredientes experimentales y aquejada de males comunes a otras disciplinas: heterogeneidad en la calidad de su ejercicio y confusión entre ruido y prestigio. Los economistas hemos defraudado tanto por no verlas venir como por no articular con claridad qué remedios ofrecer para solucionar los graves problemas en los que hemos vuelto a caer.
Hay una cierta crisis de identidad en la ciencia económica y eso es bueno y malo a la vez. Por un lado, conviene remover los cimientos que están mal asentados o relativizar lo que sea preciso para poder explicar mejor la realidad y las alternativas de política económica. Por otro lado, existe un riesgo nada despreciable de que la heterodoxia se vuelva excesiva y se produzca un rechazo al academicismo que, para colmo de males, puede estar abanderado por algunos de los “pensadores” menos respetados dentro de la profesión, para una utilización mediática y, lo que es peor, por un populismo desaforado.
La situación que ahora vive Europa, retratada estos días en la prensa como la llamada de parte de la clase dirigente a recuperar las políticas fiscales, es un buen ejemplo. No sólo porque es preciso estimular el crecimiento en la Eurozona sino, también para reconectar con una sociedad que no entiende en qué le beneficia el gran experimento monetario.
«Parece que gana predicamento, por fácil y simplista (no menos erróneo) son los “modelos” de soplar y sorber: los que aseguran que todos los deseos económicos son posibles y se pueden lograr en dos días sin coste o un coste asumible».
Parte del debate lo abrió hace poco el economista jefe del Banco Mundial, Paul Romer, quien criticó y hasta satirizó lo que él consideraba una obsesión por los modelos matemáticos basados en una lista de suposiciones cuyo tamaño es inverso a su realismo. Sería injusto reconocer que esos modelos han proporcionado armas poderosas para lograr largos períodos de estabilidad económica pero también hay que admitir que son necesariamente parciales (aunque algunos se denominen de “equilibrio general”) y demasiado rígidos para aprehender la compleja realidad actual. La formación de expectativas y la capacidad para determinar el equilibrio a largo plazo son cuestiones delicadas. Una de las paradojas más duras que tal vez debamos internalizar es que en la era del big data y de la digitalización, la complejidad del entorno económico es mayor que la habilidad para comprenderla. Resuenan en mi cabeza las palabras que he escuchado en más de una ocasión del Premio Nobel de Economía Daniel Kahneman sugiriendo que quien quiera explicar el largo plazo hoy en día, simplemente, miente. Deberíamos conformarnos —y no sería poco— con explicar cómo avanzar en el corto plazo por vías sostenibles y cómo estar preparados para shocks imprevistos.
La realidad es que estamos en la era de lo impensable y eso es suficientemente delicado como para ser prudentes. Sin embargo, lo que parece que gana predicamento, por fácil y simplista (no menos erróneo) son los “modelos” de soplar y sorber: los que aseguran que todos los deseos económicos son posibles y se pueden lograr en dos días sin coste o un coste asumible. ¿Quién frena este despropósito?