El inicio de las negociaciones del Brexit está marcado por los nervios, disputas estériles en estos momentos sobre cuestiones demasiado específicas (Gibraltar, por ejemplo) en el marco global y las primeras señales de diáspora. Aunque es prematuro concluir algo de modo definitivo, se están comenzando a producir algunas salidas significativas de personas, empresas, bancos y hasta de ideas del Reino Unido. Ayer informaba Bloomberg, en un interesante artículo, que son, al menos, cuatro millones de expatriados —tres millones de la UE y uno de británicos— los que se verán más directamente afectados. Solo un dato sobre la importancia de España en el proceso: un tercio de los británicos que viven en la UE lo hace en España, sin olvidar que, al menos, 132.000 españoles residen en el Reino Unido.
Hay señales inequívocas de que la diáspora del Brexit está en marcha. Con libros blancos o sin ellos, el grado de improvisación y unilateralidad con que el gobierno de las islas está procediendo resulta desconcertante. Se va perdiendo el rastro de la flema británica. Muchos abandonan ya la disyuntiva entre Brexit duro y blando para referirse, simplemente, al Brexit vacío, a la realidad de que las promesas de un futuro mejor fuera de la UE tenían muy débil sustento. Se ha generado un clima de incertidumbre en el que ni el dinero ni las personas se sienten cómodas (we feel unwelcome). Y las segundas irán detrás del primero por el Canal de la Mancha. En los últimos días han sorprendido los movimientos de bancos como Lloyds, que va a montar delegaciones considerables en Bruselas y Berlín. JP Morgan ha comprado ya un edificio en el centro de Dublín con capacidad para más de mil trabajadores con propósitos similares.
Con libros blancos o sin ellos, el grado de improvisación y unilateralidad con que el gobierno de las islas está procediendo resulta desconcertante. Se va perdiendo el rastro de la flema británica.
La mayor parte de los grandes bancos tiene planes de contingencia que afectan a un gran número de sus empleados y que, en la mayoría de los casos, supone el traslado, como mínimo, de entre un 25% y un 35% de su actividad fuera de Londres. Este es sólo el primer paso. Muchas de estas instituciones consideran que puede ser más barato convertirse en un banco con licencia única en la UE que pagar los costes de supervisión y regulación que Londres les impondría por mantener su sede británica y colocar subsidiarias en territorio de la UE (los llamados costes del ring-fencing). Muchos trabajadores de la UE en Gran Bretaña también se están planteando hacer las maletas. Y han caído significativamente las peticiones de trabajo por parte de ciudadanos de la UE en sectores sensibles como la sanidad —a pesar de que el sistema nacional de salud británico necesita profesionales cualificados en áreas como enfermería y ofrece más de 20.000 vacantes—, la ingeniería o la universidad. Puedo atestiguar que, además, la percepción de incomodidad por la inseguridad legal y, simplemente, por el ambiente, es creciente.
La situación de la universidad y las artes es particularmente llamativa. El capital humano extranjero ha sido una tremenda aportación de competitividad para la ciencia y la cultura británicas y la huida es cada vez más significativa. Incluso muchos profesores británicos se plantean trasladarse a territorios más abiertos y colaborativos. En el fondo, una de las ideas más hirientes del Brexit es la percepción de que se hacen mejor las cosas sólo que acompañado, que hay poco que aprender del resto. La diáspora puede dejar las vergüenzas al descubierto.