Los resultados de las últimas encuestas sugieren un cambio importante en las intenciones de voto en España en el que la corrupción es un factor de mucho peso. Los esfuerzos para su corrección han sido infructuosos. Ni las leyes de transparencia ni las de enjuiciamiento criminal han reconducido estas tendencias ni han acelerado, necesariamente, la purga. Que la corrupción sea el segundo aspecto que preocupa a los españoles indica una percepción muy deficiente del funcionamiento de la política. El mayor error que podría producirse ahora es considerar que el principal impacto de estos problemas es electoral. Sus efectos de largo plazo en la economía son como los de una plaga que se extiende por las cañerías de los mecanismos de inversión, reduce la confianza externa y daña seriamente los incentivos al esfuerzo. Los ciudadanos no deben caer en la trampa de pensar que lo que la corrupción les ha robado es lo que necesitan para salir de la crisis pero tienen todo el derecho a reclamar que esto acabe porque la austeridad se digiere mal cuando desde arriba algunos se lo llevan crudo.
España ha ido progresivamente perdiendo posiciones en el conocido ranking de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional. De 177 países ha pasado de ocupar el puesto 20 al 40 en lo que llevamos de siglo. Tan sólo Siria ha perdido más posiciones que España en ese periodo. Cierto es que Italia se encuentra en el puesto 69 pero cada vez resulta más complicado juzgar a nuestros vecinos ni ver como lejano lo que en otros tiempos considerábamos ajeno.
Una cuestión fundamental para reducir los niveles de corrupción es que ésta se combata tanto o más durante las épocas de bonanza que en las crisis. Hace unos días, un artículo en Financial Times sugería que en España se es tolerante con la corrupción porque los resultados electorales en el pasado han castigado poco esos comportamientos. Invitaba a pensar, de este modo, que el porcentaje de indecisos se inclinaría finalmente hacia los partidos tradicionales. Sin embargo, la realidad se rebela algo más compleja. Por un lado, el voto no es la única opción para combatir la corrupción. Por otro lado, si se considera la economía como criterio, los ciudadanos se enfrentan a un conjunto de elecciones muy complicado, dominado por la ausencia de élites inspiradoras que combinen realismo y capacidad. La primera opción sería decantarse por apoyar de nuevo a los partidos mayoritarios, en los que se han dado los principales escándalos, confiando en que la situación se revierta y que las políticas económicas que sugieren sean las más acertadas. La segunda opción sería apoyar una alternativa emergente, la que concentra el desencanto, que hasta ahora ha sido fiera y aguda en la crítica pero, desde mi punto de vista, casi siempre imprecisa o irrealista en las propuestas. Una tercera opción, que aún no está en manos del ciudadano, es que se produzca una renovación en el liderazgo. Ahí surgiría otra duda y es si en España ese papel lo están asumiendo realmente políticos que representan lo mejor de su generación. Estaría por ver.
El voto no es la única opción para combatir la corrupción
Estas decisiones marcarán el futuro económico y social de España. Entre tanto, pedir que se hile fino es complicado. El riesgo político se azuza a veces con una simple declaración, como sugerir una amenaza de impago de la deuda en caso de que no se negocie sobre la independencia de Cataluña. Cuidado.
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Santiago Carbó es director de estudios financieros de la Fundación de las Cajas de Ahorros (FUNCAS).
Artículo publicado en el periódico El País.