El Gobierno ha decidido reducir el IVA de los alimentos básicos: el del pan, la harina, los huevos, la leche, frutas, legumbres, verduras y cereales del 4% al 0%, y el de la pasta y el aceite del 10% al 5%. La medida viene acompañada, además, de ayudas directas —claramente distributivas— a personas con menores ingresos y patrimonio. Las rebajas fiscales son controvertidas, especialmente en un país con una deuda pública mayor que su propio PIB y en un entorno de tipos de interés crecientes. De hecho, muchos economistas han criticado ya esta reducción de los impuestos indirectos y dudan de que sea la mejor manera de ayudar a los más vulnerables durante la crisis. Por ello, merece la pena poner la lupa del análisis económico en esta reducción y obtener nuestras propias conclusiones
Un motivo razonable para la duda es que las rentas más altas también se benefician de las reducciones de los impuestos indirectos, a veces en mayor medida que los colectivos más vulnerables. Por ejemplo, la reducción del IVA que se aplica a algunos bienes culturales, muy deseable por otras razones, es claramente regresiva, ya que su consumo esta muy correlacionado con el nivel educativo y la renta. Por tanto, son las rentas medias y altas las que disfrutan fundamentalmente de esta subvención implícita a la cultura. Sin embargo, esto no sucede con los alimentos básicos. Es más: alguno de ellos, como las patatas o la pasta, son el ejemplo típico de lo que los economistas llamamos bienes “inferiores”, un adjetivo en ningún caso peyorativo, sino que alude a que su demanda aumenta al reducirse la renta: con menos recursos tendemos a sustituir la carne por los macarrones. En definitiva, al contrario de lo que pasa con gran número de ayudas y subvenciones fiscalmente regresivas (cultura, coche eléctrico, placas solares, etc…), las rentas más bajas deberían beneficiarse en igual o mayor medida que el resto de la población de esta reducción fiscal.
Otro problema potencial de la medida en la mente de sus críticos es que resulta fácil bajar impuestos, y muy, muy difícil subirlos, de modo que lo que es una decisión coyuntural (por el aumento de la inflación, o los precios de la energía) podría tender a volverse permanente. Pero en este caso el Gobierno evita este “efecto de trinquete” al establecer que la rebaja desaparecerá cuando la inflación subyacente descienda del 5,5%. Aún mejor: pensando en la cercanía de las elecciones y en las restricciones políticas, la rebaja que nos ocupa —con un coste fiscal estimado por el gobierno de 660 millones de euros— seguramente ha permitido justificar la retirada de la subvención universal de 20 céntimos por litro para la compra de carburantes: una gran noticia, ya que dicha subvención tenía un coste fiscal muy superior (rondaba los 5.000 millones), era manifiestamente regresiva (calculen el generoso subsidio público que los afortunados propietarios de grandes todoterrenos han recibido), y aumentaba el consumo de combustibles fósiles, desincentivando el uso del transporte público y de soluciones de movilidad menos contaminantes. La subvención era medioambientalmente disparatada, económicamente ineficiente al aumentar artificialmente el consumo de un insumo que había incrementado su coste e, incluso, estratégicamente cuestionable, pensando en la guerra de Ucrania y el impacto de la demanda de petróleo sobre los recursos de Rusia.
«Cómo se reparta la subvención entre empresas y consumidores dependerá fundamentalmente de dos factores: la elasticidad de la demanda y el nivel de competencia en el mercado».
Juan José Ganuza
Más discutibles son las voces que reclaman sanciones para los establecimientos que no repercutan la bajada del IVA en los precios. Los controles de precios no funcionan y no se puede ir contra la ley de la gravedad y contra la microeconomía. Si se introduce una subvención (una rebaja impositiva) en un mercado competitivo, una parte se trasladará a los consumidores en términos de reducción de precios; inevitablemente, la otra parte engrosará los beneficios empresariales. Cómo se reparta la subvención entre empresas y consumidores dependerá fundamentalmente de dos factores: la elasticidad de la demanda y el nivel de competencia en el mercado.
Con respecto a la elasticidad de la demanda, tenemos el viento de cola. La demanda de alimentos básicos no varía significativamente cuando estos aumentan su precio. La falta de elasticidad de la demanda (en jerga economista) hace que los cambios en los costes repercutan rápidamente en los precios, pero también que las reducciones de impuestos se trasladen en gran medida a una bajada en el precio si el mercado es competitivo. Y esa es la gran condición: que el mercado sea competitivo. Cuanto más lo sea, más bajarán los precios al hacerlo el IVA.
Pero solo nos acordamos de la competencia, como de Santa Bárbara, cuando truena. Fomentar la competencia no vende. En el debate público no se discute sobre la conveniencia de reducir las barreras a la entrada a mercados como el de la distribución de alimentos, mientras que otros, como el de transporte por carretera, están aún pendientes de ser liberalizados. Nos encontramos, por tanto, ante una oportunidad para asimilar que la mejora de la competencia no es solo un mecanismo para mejorar la innovación, expandir los mercados y con ello la demanda y el empleo, sino también para mejorar la equidad, reduciendo los precios de bienes esenciales como los alimentos básicos.
La eficacia de la competencia como palanca para mejorar el bienestar de todos ha quedado demostrada, por ejemplo, a través de la liberalización del mercado del ferrocarril de larga distancia, impulsada desde Europa sin mucho entusiasmo doméstico. La apertura de este mercado ha conllevado un aumento de casi el 70% en los viajes en trenes de alta velocidad y una reducción del 43% en los precios en el corredor Madrid-Barcelona en poco más de un año, haciendo accesible a una gran parte de la población con menos recursos este medio de transporte. De la misma manera, en el mercado de distribución de alimentos —afectado por regulaciones autonómicas— la inflación se reducirá mas rápidamente en aquellos territorios en los que el mercado sea más competitivo cuando se reduzcan los costes de producción, y el impacto de la reducción del IVA llegará de forma más elocuente a los consumidores. En definitiva, no es tiempo para amenazar con controles de precios, sino para aprender la lección de que la competencia es un mecanismo para impulsar la equidad y el bienestar de los más vulnerables.