Reformar un sistema de pensiones que, como el español, funciona con una inercia de más de medio siglo y ha de atender a una población creciente es, sin duda, una tarea difícil. Cualquier parámetro del sistema que se modifique puede provocar consecuencias directas y derivadas de calado en el comportamiento de los principales agentes económicos: hogares, empresas y Estado. De ahí que la inteligencia y la prudencia, esenciales en el diseño de cualquier política pública, resulten en la política de pensiones particularmente importantes.
Inteligencia y prudencia exigen reunir y estudiar los diagnósticos y las propuestas de la comunidad de expertos en pensiones, debatir con quienes la integran y tratar de establecer un consenso básico de conocimientos y criterios técnicos sobre el que erigir las medidas políticas. No es eso lo que ha ocurrido con la reforma de las pensiones que recoge el Real Decreto-Ley 2/23, con el que el Gobierno ha querido culminar el proceso de modernización del sistema de pensiones. Más bien, todo lo contrario: en lugar de procurar ese consenso técnico, siquiera sea parcial, se han menospreciado los trabajos de esos analistas, tratando incluso de desacreditarlos como investigadores y creando una profunda fractura con la comunidad de expertos insólita en otros países de nuestro entorno; una fractura que, además, alimenta el conflicto político y la desconfianza social en las instituciones, las dos grandes llagas de la política española.
Los expertos que han puesto en cuestión la reforma de las pensiones proceden de diversas instituciones; unos, de departamentos universitarios; otros, de organismos de investigación no académicos, pero financiados en gran medida con recursos públicos, y otros, de servicios de estudios de entidades financieras y aseguradoras privadas. Son, sobre todo, economistas y actuarios con largas trayectorias profesionales a los que no se hace justicia con categorizaciones simplistas como la de “ortodoxos” o “neoliberales”, y entre quienes, por cierto, figuran algunos de los 100 expertos que en 2020 fueron elegidos por el Presidente del Gobierno para diseñar la etapa post-Covid.
Es sensato solicitar a esos expertos que expliciten los costes y beneficios de su alternativa a la reforma de pensiones aprobada, como recientemente se ha hecho en algunos medios. Bien es cierto que, por mor de la ecuanimidad, esa solicitud debería ir acompañada de otra al Gobierno para que, además de difundir extensamente los beneficios que atribuye a su reforma, esclarezca al menos algunos de sus posibles costes, en lugar de negar su existencia.
Pero vayamos por partes: ¿cuál es la alternativa de los expertos? Podría afirmarse que, por encima de preferencias particulares sobre la reforma ideal, comparten, con multitud de expertos internacionales en pensiones, el siguiente argumento general: si no se modera el crecimiento del gasto en pensiones que resulta del continuado aumento de la población mayor y del importe medio de las prestaciones, se producirá un déficit creciente de la Seguridad Social, que afectará al funcionamiento del mercado laboral y, en general, de la economía, obligando a adoptar medidas muy costosas para la sociedad. En un marco de cumplimento de reglas fiscales como el que exige la pertenencia a la Unión Europea, esas medidas podrían incluir la reducción de prestaciones ya causadas y/o de otras partidas de gasto público. Claro es que ese deterioro de las cuentas de la Seguridad Social se podría prevenir o contrarrestar aumentando los ingresos al sistema a través del crecimiento del empleo y/o la productividad del trabajo, pero con una fecundidad que desde hace dos décadas figura entre las más bajas del mundo y una política de inmigración que no compite eficazmente por trabajadores extranjeros con altas cualificaciones, no parece juicioso confiar en la evolución favorable de estas magnitudes.
A partir de este razonamiento general, las propuestas de los expertos se orientan hacia la contención del gasto en pensiones, pero no de una manera arbitraria, sino en virtud de la equidad intergeneracional, evitando que la racionalidad político-electoral (la búsqueda del voto de los mayores) se imponga a la racionalidad demográfica y económica. Resumiendo mucho, cabe identificar dos vectores de estas propuestas: (1) reforzar la contributividad del sistema de pensiones (como, por cierto, defiende el Pacto de Toledo desde su formulación inicial en 1995), mejorando la correspondencia entre las prestaciones contributivas y las cotizaciones que se efectúan durante la vida laboral, y (2) incorporar la evolución de la esperanza de vida a la gestión de las pensiones, de manera que algunos parámetros del sistema (como la edad de jubilación, los periodos de cotización o el cálculo de la pensión inicial) puedan modificarse “automáticamente” en función de cambios en la supervivencia esperada de las cohortes que se jubilan. Las propuestas de actuación concretas que pueden encontrarse en las publicaciones de los expertos son variadas, pero coinciden mayoritariamente en mantener el sistema de financiación de reparto y las condiciones de las pensiones ya causadas.
Los costes de transitar hacia un sistema más contributivo y actuarialmente equitativo dependerían de cómo se diseñara la transición hacia él, lo que debería hacerse de manera progresiva, con criterios justos para las distintas generaciones y, sobre todo, teniendo muy en cuenta la edad de los trabajadores: para quienes se hallan más próximos a la jubilación, los cambios deberían ser menores que para los que están más lejos de ella (y, por tanto, disponen de más margen temporal para planificar su vida laboral y su jubilación). Aun cuando las prestaciones de jubilación de un sistema semejante serían más o menos altas en función de lo cotizado por los trabajadores hasta su jubilación, es muy probable que, en general, resultaran más bajas que las que les corresponderían si se aplicaran las reglas hoy vigentes. Pero la reducción progresiva del desequilibrio financiero del sistema contributivo de la Seguridad Social permitiría liberar recursos procedentes de los impuestos generales y dedicarlos a políticas sociales redistributivas (no vinculadas con la carrera laboral) que complementaran las prestaciones contributivas de quien lo necesitara. A este beneficio sistémico de reducir la presión financiera sobre el sistema de pensiones se añadirían otros beneficios individuales nada desdeñables, como los de facilitar la comprensión sobre el cálculo de la propia pensión (hoy día, un arcano para cualquier ciudadano) y generar la expectativa razonable de que el sistema de pensiones va a “retornar” todo lo que se ha contribuido a él, revalorizado de acuerdo con reglas conocidas y estables.
La reforma de las pensiones que se acaba de aprobar va exactamente en la dirección contraria a la indicada por los expertos, en la medida en que debilita el vínculo contributivo entre cotizaciones y prestaciones (aumentando las cotizaciones sociales no incorporadas al cálculo de la pensión y las pensiones contributivas mínimas) y omite cualquier consideración sobre la evolución de la esperanza de vida como factor determinante de la carga financiera del sistema de pensiones. Aumentando el gasto dedicado a los pensionistas e incrementando las aportaciones al sistema de empresarios y (en menor medida) trabajadores, la reforma consigue, de momento, preservar la paz social, un bien público indudable. Pero esa consecución se ha hecho al precio de ocultar a la sociedad la realidad demográfica, con su vertiente más satisfactoria (España es líder mundial en esperanza de vida) y más problemática (el sostenimiento de una sociedad envejecida es muy costoso para jóvenes y adultos). La conciencia de esa realidad es un antídoto contra proclamas huecas, y aun así imprudentes, como la de que la reforma “elimina la incertidumbre de los pensionistas presentes y futuros”.
Este artículo se publicó originalmente en “El Confidencial”