Uno de los retos más trascendentes a los que se enfrenta la sociedad española es el relativo al futuro del sistema público de pensiones. A todos nos gustaría ver subir las pensiones y a todos nos disgusta que pierdan poder adquisitivo. La cuestión es cómo se consigue lo primero y se evita lo segundo. Lamentablemente, el debate sobrevenido en las últimas semanas ignora el verdadero problema –la sostenibilidad–, no hace justicia a la evolución de las pensiones en los últimos años y termina situándose fuera de la realidad.
Para empezar, veamos dónde estamos en comparación con otros países. Según datos de la OCDE, España gasta en pensiones públicas casi un 11% de su PIB, frente a un 8% de media en los países desarrollados. Es un porcentaje muy superior, por ejemplo, al que se destina en Alemania, Dinamarca, Suecia, Noruega o Bélgica (aunque sus pensiones puedan ser más altas). Asimismo, el porcentaje que la pensión media supone sobre el sueldo medio es uno de los más elevados de los países desarrollados.
Gráfico 1
Fuente: OCDE.
«El debate sobrevenido en las últimas semanas ignora el verdadero problema –la sostenibilidad–, no hace justicia a la evolución de las pensiones en los últimos años y termina situándose fuera de la realidad».
Por otra parte, el sistema de pensiones ha sido un elemento clave de redistribución durante los años de crisis ayudando a mitigar su impacto. El esfuerzo que ha hecho la población activa española durante la última década para su sostenimiento ha sido enorme. Desde 2008, el gasto en pensiones ha aumentado en 37.000 millones, un 43%, como consecuencia de un incremento de 1,1 millones en el número de pensiones, y de un aumento del 28% de la pensión media. Esta última cifra, a su vez, ha sido el resultado de las revalorizaciones anuales que han tenido lugar todos los años salvo en 2011, pero, sobre todo, del importe creciente de las nuevas pensiones de quienes se han incorporado al sistema durante este periodo. Así, la pensión media de jubilación se situó a finales de 2017 en 1.071 euros, por encima, por ejemplo, del sueldo medio de los jóvenes.
Gráfico 2
Fuente: IGAE.
Y todo ello ha tenido lugar mientras la economía española atravesaba la mayor crisis de su historia reciente. Muchos trabajadores han sufrido un recorte importante en sus sueldos, especialmente los jóvenes, y todavía hay 1,3 millones de parados más que en 2008. El gasto en sanidad y educación es ahora prácticamente el mismo que en aquel año, y la inversión pública es menos de la mitad.
En el reparto de la carga de los costes de la crisis, en suma, los jubilados –como colectivo, luego cada caso es único- han sufrido menos que otros segmentos de la población. Prueba de ello es la drástica caída de la tasa de riesgo de pobreza para las personas de más de 65 años, desde un 25% en 2008 hasta un 13% en 2016, mientras que la correspondiente a la población entre 18 y 64 años ha aumentado desde el 16% hasta el 23%.
«El debate es necesario, pero banalizarlo convirtiéndolo en una carrera de ofertas electorales no es una buena idea».
Este esfuerzo por mantener el nivel de bienestar de los jubilados a pesar del difícil contexto económico ha conducido a que el Sistema de la Seguridad Social pase de registrar un superávit de 14.000 millones de euros a un déficit de 18.000 millones. Frente a ese déficit, el gran desafío es asegurar la sostenibilidad del sistema, que en los próximos años se va a seguir enfrentando al crecimiento del número de pensionistas, del importe de la pensión media y del gasto total. Más allá de que sigan creciendo el PIB y el empleo, no existe ninguna solución fácil. Elevar las cotizaciones sociales seguramente tiene más inconvenientes que ventajas dada nuestra tasa de desempleo. Sacar del Sistema de la Seguridad Social aquellos gastos que corresponden al Estado sería una medida bienvenida de transparencia, pero no solucionaría el problema. Establecer tributos finalistas para este fin no sirve si se trata de impuestos con escasa capacidad recaudatoria centrados en grupos específicos de contribuyentes. Y si decidiéramos elevar los impuestos generales, quizás convendría analizar primero las distintas necesidades que se podrían cubrir con esos recursos.
Pero sin duda hay soluciones. Las reformas de las pensiones de 2011 y 2013, aunque no sean la respuesta completa al problema, ayudan a equilibrar el sistema y su efectividad no se debería debilitar. Posiblemente será necesario adoptar medidas adicionales. El debate es necesario, pero banalizarlo convirtiéndolo en una carrera de ofertas electorales no es una buena idea.