El sistema de pensiones español se encuentra en un proceso de adaptación a la nueva realidad demográfica. Aunque se trata de un reto común a todos los países desarrollados, las proyecciones de población de España plantean que el progresivo envejecimiento de la población será mucho más intenso, llegando a ser el país europeo más envejecido en 2050. Tres elementos explican que el proceso de envejecimiento sea más intenso en España que en otros países. En primer lugar, tenemos una mayor esperanza de vida, tanto al nacer como a los 65 años. En segundo lugar, España tiene una de las tasas de fecundidad más bajas de los países desarrollados, con 1,32 hijos por mujer en edad fértil. Y en tercer lugar, el proceso de envejecimiento en España avanza con cierto retraso respecto a otros países industrializados. Este retraso se explica no solo porque las generaciones más numerosas, los llamados “babyboomers”, surgieron más tarde en nuestro país, sino también por el intenso proceso inmigratorio que se produjo en España en la primera década del siglo XXI y que supuso el rejuvenecimiento de la población española.
El reto demográfico que tenemos por delante es inmenso. No obstante, las reformas de 2011 y de 2013 han empezado a adaptar el sistema de pensiones a esta nueva realidad demográfica. En la primera reforma de 2011 se aprobó la modificación simultánea de dos parámetros clave del sistema: la ampliación del periodo de cálculo de la pensión (número de años que se tienen en cuenta para calcular la pensión), pasando de 15 a 25 años, y el retraso en la edad de jubilación, de los 65 a los 67 años. Esta última modificación supuso un cambio muy significativo, dado que la edad de jubilación a los 65 años se estableció en 1919 y no había sido modificada desde entonces. Esta reforma, conseguida además dentro del consenso del diálogo social y de efectos muy positivos según todos los estudios solventes, tan solo era capaz de solucionar, sin embargo, un tercio de los problemas de sostenibilidad financiera futura. La reforma de 2013, suspendida los dos últimos años, introducía un factor de sostenibilidad y una nueva forma de revalorización de las pensiones que, ante la ausencia de nuevas reformas, condenaba a las pensiones a una congelación perenne. Hacer recaer en el nuevo índice de revalorización la mayor parte del coste de ajuste fiscal es el principal error de la reforma de 2013, en el sentido de que trasladaba a los jubilados todo el peso del ajuste del gasto, congelándoles prácticamente la pensión de forma indefinida. Al mismo tiempo, el principal acierto de dicha reforma de 2013 fue establecer una restricción presupuestaria intertemporal que garantiza la sostenibilidad de las pensiones.
El reto que el sistema tiene por delante es encontrar el consenso para implementar las medidas necesarias que hagan compatible que las pensiones no pierdan poder adquisitivo y al mismo tiempo que el sistema sea sostenible (o cumpla la restricción presupuestaria intertemporal).
A la hora de buscar este consenso, es importante tener en cuenta el orden de magnitud del que estamos hablando. Si volvemos a actualizar las pensiones con el IPC, el desajuste entre ingresos y gastos será tan grande en las próximas décadas —entre 4 y 6 puntos de PIB según el escenario demográfico que usemos— que será necesario conseguir un gran pacto nacional por las pensiones entre las principales fuerzas políticas, para actuar en las siguientes tres dimensiones, con distintas implicaciones sobre las generaciones
Se debe encontrar consenso para implementar medidas que impidan a las pensiones perder poder adquisitivo y, simultáneamente, mantener sostenible el sistema.
En primer lugar, la reforma debería afectar lo menos posible a los actuales jubilados, por dos motivos. El más importante, porque los jubilados ya no tienen capacidad para adaptar sus decisiones de ahorro y empleo a los cambios en el sistema de pensiones. Y seria injusto —y seguramente ineficiente— cambiarles su pensión drásticamente y en mitad de su etapa de jubilación. Pero también para hacer la reforma políticamente sostenible. No podemos olvidar que la población jubilada constituye el principal activo electoral de cualquier partido político y que por el efecto del envejecimiento irá en aumento en las próximas décadas.
En segundo lugar, transformar nuestro sistema de pensiones en uno de cuentas nocionales, donde la pensión que percibe el trabajador será menos generosa que la que percibe actualmente, en el momento del alta. Este nuevo sistema más sostenible debería entrar en vigor para los trabajadores menores de una determinada edad. Los trabajadores, por encima de esta edad, podrán tener libertad para elegir si quieren que se les calcule la pensión con el viejo sistema o con el nuevo. El nuevo sistema de cuentas nocionales debe ser muy flexible y permitir de una forma justa y transparente que los trabajadores que lo deseen alarguen su etapa laboral y así evitar la rebaja en su pensión inicial. Evidentemente, cuanto más retrasemos la reforma, más injusta será, pues afectará a trabajadores más cerca de la edad de jubilación. Además, para preservar el grado de redistribución intrageneracional del sistema de pensiones actual, el nuevo sistema de cuentas nocionales también debería de contar con una pensión mínima y una máxima.
En tercer lugar, en el periodo transitorio hasta que un porcentaje suficientemente alto de las nuevas jubilaciones vengan del nuevo sistema de cuentas nocionales, será necesario dotar de más ingresos al sistema, para ayudar a financiar la jubilación de los “babyboomers”. Una forma de justificar el uso de ingresos públicos, no provenientes de las cotizaciones y sin afectar a la naturaleza contributiva del sistema, es hacerlo como compensación por los años donde las cotizaciones sociales de los trabajadores financiaron la sanidad pública en España.
Por último, sería conveniente aprovechar los cambios para introducir un sistema de capitalización complementario al sistema de reparto para todos los trabajadores. Este nuevo sistema de previsión complementaría debería reunir algunas características: primero, ser voluntario; es decir, la Seguridad Social empezaría reteniendo un porcentaje del salario y lo introduciría en el sistema de capitalización, pero en cualquier momento el trabajador podría comunicar su falta de interés y automáticamente se le daría de baja. Experiencias en diversos países muestran como la tasa de abandono involuntario de este tipo de medidas es muy pequeña. Una vez en marcha, el statu quo prevalece en su toma de decisiones. Segundo, sería gestionado por defecto por la Seguridad Social, de la misma forma que se gestionó el fondo de reserva. Con posterioridad, el trabajador podría, si le ofrecen mejores condiciones, mover dicho fondo a una entidad privada dentro del marco regulatorio establecido, con el consiguiente efecto positivo del aumento de la competencia entre operadores. Tercero, dicho fondo de capitalización individual podría usarse no solo para complementar la pensión pública en el momento de la jubilación, sino también para invertir en el propio capital humano del trabajador en cualquier momento. En el futuro, los trabajadores tendrán que reciclar, adaptar o mejorar su capital humano de forma constante a lo largo de toda su vida laboral. En definitiva, este nuevo sistema permitirá a los trabajadores invertir en los dos factores clave de cualquier sistema productivo. Por un lado, en el capital humano de la economía a través del sistema de pensiones de reparto (de “cuentas nocionales”) y por otro en el capital físico a través de este nuevo sistema de capitalización voluntario y de carácter complementario.
Esta entrada es un resumen del artículo ‘Pensiones del siglo xxi‘, disponible en el número 161 de Papeles de Economía Española: Presente y futuro de la seguridad social