El reciente informe de la OCDE sobre las pensiones ha vuelto a encender todas las alarmas. El sistema público español figura entre los menos sostenibles financieramente del conjunto de economías avanzadas. No se trata de una sorpresa, pero sí de una constatación contundente de que las reformas aplicadas en los últimos años, aunque han mitigado tensiones inmediatas, no han corregido los factores estructurales que erosionan la viabilidad a largo plazo del modelo. Y este laberinto apunta a que el sistema público afronta su mayor encrucijada en décadas. El diagnóstico es claro: la combinación de envejecimiento acelerado, baja natalidad, precariedad laboral y elevada dependencia del presupuesto estatal conforma un cóctel difícil de sostener. En el 2025, por cada 100 trabajadores cotizantes ya hay más de 60 pensionistas; en dos décadas, si la tendencia no cambia, esta ratio podría superar el umbral crítico del 80%. España, señala la OCDE, se ha convertido en un caso paradigmático de “presión demográfica extrema”.
El estudio no se limita a la aritmética poblacional. Nos recuerda otras muchas dificultades. Hace hincapié en que el sistema español destaca por su elevada “generosidad” relativa, fruto de décadas de vinculación de las pensiones al salario previo y de actualizaciones orientadas a preservar el poder adquisitivo. Esa fortaleza social –indiscutible desde el punto de vista del bienestar– choca con una base de ingresos cada vez más dependiente de transferencias de los presupuestos generales del Estado. En otras palabras, el sistema ya no se financia mayoritariamente con cotizaciones, sino con impuestos presentes y futuros. Lo verdaderamente innovador del análisis de la OCDE es su propuesta de mirar más allá del clásico debate entre recortes y subidas de cotizaciones. El organismo plantea tres líneas de actuación que requieren un consenso político poco habitual. Por un lado, propone integrar tecnología y automatización para aumentar productividad y, con ello, la masa salarial sobre la que se financia el sistema. En segundo lugar, recomienda rediseñar la trayectoria laboral permitiendo carreras más flexibles, combinadas y prolongadas, que incentiven la cotización más allá de los 67 años sin penalizar a los trabajadores de mayor edad. Y por último, apoya reformular el pacto intergeneracional con mecanismos que ajusten parámetros de forma automática y gradual ante cambios demográficos, evitando reformas bruscas cada década.
En definitiva, el problema de las pensiones no es solo financiero, sino cultural e institucional. Requiere repensar el contrato social en un país que envejece más rápido que su economía. Nuestro país aún está a tiempo de construir un sistema robusto para el 2050. Pero cada año perdido aumenta la pendiente. Reforzar cuanto antes la sostenibilidad ya no es solo una opción técnica. Nos estamos jugando el núcleo del futuro del Estado de bienestar.
Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.













