Qué tiempos estos en los que se acaba celebrando la salida de Reino Unido de la Unión Europea, tal vez cansados tras casi cuatro años de intentos fracasados. No será hasta final de enero, pero está ahí la sensación de estar celebrando estas fiestas con un invitado menos. Una Europa sin uno de los buques insignia de las últimas cinco décadas. Nunca fue una relación sencilla. Harold Wilson, un laborista tecnócrata, quiso refrendar ya en 1975 la pertenencia a la UE “con la cabeza alta y sin arrastrarse por el suelo”. Cinco años después, Thatcher gritaba en una cumbre europea en Dublín: “¡Quiero que me devuelvan el dinero!” Una relación incómoda, pero mucho más provechosa de lo que políticamente se ha querido reconocer.
«Habrá consecuencias institucionales, humanas, económico-productivas y financieras. En qué medida sean perjudiciales dependerá de la altura de miras de las partes y de si la regulación sigue estando coordinada a ambos lados del canal de la Mancha».
Santiago Carbó
La abrumadora victoria de Boris Johnson en las últimas elecciones asegura el divorcio, pero queda por definir cómo será la relación posterior. Tres años y medio para la separación, y ahora se quiere negociar el marco de una nueva convivencia en 12 meses. Se lo ha autoimpuesto Johnson, prohibiéndose a sí mismo, por ley, cualquier prórroga al período de transición más allá de 2020. Habrá consecuencias institucionales, humanas, económico-productivas y financieras. En qué medida sean perjudiciales dependerá de la altura de miras de las partes y de si la regulación sigue estando coordinada a ambos lados del canal de la Mancha. Será difícil negociar si los marcos normativos se alejan. Y con eso ha amenazado el pasado fin de semana Johnson, al señalar que no quiere “alinearse con Bruselas”.
Se cree desde Londres que Reino Unido será objeto de deseo comercial y estratégico de grandes socios mundiales. Sin embargo, países como Japón o Canadá han recordado su prioridad por el mercado de la UE, de 500 millones de consumidores. Todo lo que suponga alterar las relaciones con Bruselas, dificultará la capacidad británica de encontrar nuevos socios. Desde Washington, un día se jalea a Johnson y al siguiente se establecen nuevos vetos o aranceles sobre productos británicos. Reino Unido no llega a este nuevo entorno como un imperio. La UE se queda con un pilar menos, en un momento de escasa cohesión institucional y cierta anemia económica.
Preocupa mucho que sucederá con el movimiento de personas, un marco aún no cerrado en el que se prevén nuevos controles aduaneros y restricciones de acceso. Un problema grave para las islas británicas, que han cubierto gran parte de sus carencias de capital humano con talento de la Europa continental (y viceversa). Un desajuste laboral, turístico, intelectual y cultural aún no suficientemente calibrado. La cadena de producción europea, por otro lado, se va a partir en dos salvo sorpresa y las balanzas comerciales y la competitividad exterior de las partes quedarán en entredicho. Cada semana, también, recibimos noticias de que la City y el mundo financiero no están preparados para una ruptura abrupta y la extraordinaria pérdida de profundidad de mercado y liquidez que podría suponer esto para la UE. Que todo esto esté solventado para la próxima Nochebuena es poco probable. La alternativa es un desorden importante.