Llevamos años transitando por caminos económicos desconocidos u olvidados. Caminos en los que, frecuentemente, la ortodoxia se ve superada y los gobiernos a todos los niveles se ven empujados a improvisar con audacia. A veces, incluso remando en contra de otros objetivos importantes, como puede ser la transición energética, el cambio climático o la sostenibilidad de las finanzas públicas.
La invasión de Ucrania ha agravado sustancialmente los problemas de inflación que comenzaron a finales de 2021, una inflación que, a diferencia de lo que podemos estar viendo en otros lugares, tiene que ver con el lado de la oferta y con los costes no salariales. Por eso las subidas de tipos de interés no son la medicina más adecuada. Sin duda, puede llegar a ser eficaz, aunque generando unos muy dolorosos efectos secundarios.
Existen caminos alternativos, menos trillados. Primero, reformar los mecanismos de fijación de precios de la energía a escala europea, como se defiende desde España desde hace tiempo. Segundo, alcanzar un pacto de rentas amplio que nos permita afrontar el episodio de manera justa y eficiente; evitando conflictos en los que se imponga la fuerza relativa de cada sector o colectivo. Tercero, con actuaciones presupuestarias. Pendiente de lograr avances en el segundo vector, el Gobierno ha dado hoy otro paso en el tercero. Un paso que solo parcialmente encaja con las recomendaciones del libro blanco de la reforma tributaria, pero que supone un claro avance respecto a lo hecho hasta ahora en España y otros países europeos: se focaliza.
La Comisión Europea, el Banco Central Europeo, la OCDE, el FMI están advirtiendo de la insostenibilidad y los efectos negativos de medidas generalizadas: rebajas fiscales para todos, subvenciones indiscriminadas a los carburantes… Desgraciadamente, lo más probable es que los efectos de la invasión de Ucrania se proyecten hacia 2023. Por eso, lo que toca ahora es centrarse en los sectores productivos más impactados y en los hogares más vulnerables; sin impulsar la demanda agregada y sin empeorar el déficit y la deuda pública en un escenario de crecimiento económico con riesgos a la baja. En la práctica, lo anterior se traduce en jugar con rebajas y alzas fiscales, como pretende el Gobierno y como, estoy convencido, va a ser la estrategia que se imponga en breve en buena parte de los países de la Unión Europea.
Intuyo que las dos medidas que van a generar más debate en los próximos días son la limitación temporal a la compensación de pérdidas en el impuesto sobre sociedades que pagan los grupos empresariales, lo que va a elevar su tributación efectiva en 2022 y 2023; y el nuevo impuesto de solidaridad de las grandes fortunas (ISGF). En la práctica, al vincular el pago de esta figura con el del impuesto sobre el patrimonio neto (IPN), se va a generar un efecto armonizador entre comunidades autónomas. Cambia completamente la situación de los residentes en los territorios en los que el IPN está hoy bonificado al 100% y su patrimonio computable supere los tres millones de euros. Anticipo que las comunidades van a reaccionar al anuncio alterando la normativa autonómica del IPN. Van a estar tentadas a aumentar los actuales mínimos exentos del IPN, hoy en general por debajo del millón de euros, y a aproximar la tarifa a la del nuevo impuesto de solidaridad. Es poco probable que los gobiernos autonómicos opten por situar el IPN por debajo de lo que corresponda pagar por ISGF. Porque la diferencia no iría a sus contribuyentes, sino a la AEAT.
Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.