La convicción de que las labores de crianza de los hijos carecían en España de su merecida consideración social originó, hace aproximadamente un siglo, la iniciativa de homenajear un día al año a las madres. Lanzada desde la sociedad civil —y no desde el sector empresarial ni desde la Iglesia o los poderes públicos—, esta iniciativa se fue institucionalizando en las familias, hasta que, a mediados de los años sesenta, se “oficializó” su celebración en el primer domingo de mayo. Hoy seguimos celebrando el Día de la Madre, cuya notoria dimensión comercial no debería hacer olvidar su origen social ni la satisfacción que reportan a muchas madres las felicitaciones y manifestaciones de aprecio que reciben en esta fecha.
Si bien en España, como en buena parte de las sociedades económicamente más avanzadas, los hombres se han ido involucrando cada vez más en la crianza de los hijos, las mujeres continúan manteniendo el protagonismo en esta ocupación. Así lo evidencian las estadísticas de uso del tiempo: en todos los países europeos, ellas dedican más horas diarias a las actividades de cuidado físico, supervisión y acompañamiento de los hijos. Sin poner en cuestión que la realización de estas actividades procura incontables experiencias gratas, a nadie se le oculta que también requiere mucho esfuerzo y absorbe una gran cantidad de tiempo, un recurso limitado cuyo valor (y precio) tiende a aumentar en nuestra época.
La crianza de los hijos puede entenderse como un proceso con dos componentes fundamentales: la protección y la capacitación para la autonomía. El peso relativo que a lo largo del proceso adquiere este segundo componente depende, en gran medida, de la edad los hijos y, también, del estilo educativo de quien cría, pero, en general, la capacitación para la autonomía va progresando a buen ritmo en los primeros años de vida, hasta que los hijos alcanzan la independencia para manejarse en los diferentes entornos que conforman su mundo. De hecho, es habitual medir los logros de la crianza en función del grado de autonomía que alcanzan los hijos en cada fase de desarrollo; es decir, de lo que aprenden a hacer “solos” (utilizar los cubiertos para comer, desplazarse andando, asearse, ponerse el cinturón de seguridad en el coche o salir de casa sin compañía adulta, por poner solo algunos ejemplos). Esos éxitos evolutivos de los hijos, junto con la perspectiva de que, en un periodo de tiempo razonable, conseguirán la plena autonomía en todos los ámbitos de su vida, incluido el económico, proporcionan un aliciente precioso para dedicar, día tras día, recursos de todo tipo a las costosas tareas de la crianza.
Sin embargo, hay muchas madres que carecen de esa perspectiva —o, si la albergan, saben de las grandes dificultades para que se haga realidad— porque sus hijos padecen discapacidades o trastornos con un nivel de afectación tal que los convierten en permanentemente dependientes. Aunque no contemos con estadísticas que las cuantifiquen, podemos aproximarnos al número de esas madres a partir de la Base Estatal de Personas con Valoración del Grado de Discapacidad. En 2022 había 171.231 menores de 18 años con un grado de discapacidad del 33% o superior (Gráfico 1). Aunque las limitaciones pueden ser muy diferentes según la naturaleza y gravedad de las discapacidades, una parte significativa de esos niños y jóvenes necesita atención y cuidados continuados para realizar algunas, muchas o todas las actividades de la vida diaria. Verosímilmente precisa ese tipo de atención y cuidados el grueso de los casi 16.000 que tenían reconocido un grado de discapacidad de 64% a 74%, y todavía con una probabilidad más alta, los cerca de 14.000 valorados con un grado de discapacidad superior al 74%. Una hipótesis muy prudente estimaría en 35.000 el número de madres que en España prestan cuidados intensivos y permanentes a menores con discapacidad, cifra que podría duplicarse si se incluyera a las que atienden a hijos mayores de edad con graves discapacidades (solo las personas entre 18 y 34 años con un grado de discapacidad del 75% o superior se aproximaban a 41.000 en 2022). En muchos de esos hogares en los que viven estos niños y jóvenes, las madres y los padres comparten, junto con otros miembros de la familia, las tareas de acompañamiento y apoyo que la discapacidad impone, pero son ellas quienes, también en estas familias, suelen asumir la principal carga de los cuidados. No es infrecuente que, para poder hacerlo, renuncien a su empleo o reduzcan su jornada laboral, lo que implica una disminución de los ingresos del hogar, que las muy modestas asignaciones del Estado por hijos con discapacidad están lejos de compensar.
Los días de estas decenas de miles de madres, laborables y festivos, están estructurados por las necesidades de alimentación, aseo, desplazamientos y terapias de sus hijos. Entre estos hitos de su agenda van encajando otras actividades domésticas y familiares, en particular, la crianza y educación de otros hijos cuando los hay. La intensidad de su dedicación cuidadora, ejercida sobre todo en el hogar, contribuye a reducir la visibilidad de estas madres, a las que apenas se las escucha en el espacio público. Su voz se la arrogan a menudo representantes políticos y sociales bien intencionados, pero desconocedores de la gran diversidad de experiencias concretas que constituyen el día a día de estas mujeres y de sus necesidades específicas. La discusión sobre la inclusión de los menores con discapacidad en centros educativos ordinarios, avivada precisamente estos días a propósito de la reconvención de la ONU a España por no haber reducido el número de quienes asisten a aulas y centros específicos de educación especial, ofrece un buen ejemplo de esta arrogación. “Te invito a vivir un día en la vida de mi niño y luego me dices a mí, mirándome a los ojos, que lo vuelva a llevar al aula ordinaria en la que ya estuvo”, escribe en X una maestra de educación infantil —defensora de la “educación pública y de calidad”, como indica en su perfil (@larotesmeyer)— con un hijo afectado por parálisis cerebral.
Esas madres discretas, prácticamente olvidadas en los debates sobre feminismo, maternidad y familia, se entusiasman con cada éxito evolutivo de sus hijos, por pequeñito que sea, y se ilusionan con cada avance médico o técnico que pueda mejorar su existencia. Pero también albergan temores que ni imaginamos, como el de que alguna dolencia aguda (una simple infección o, incluso, una indigestión) altere el frágil equilibrio fisiológico de sus hijos, o el de enfermar ellas mismas y no poder hacerse cargo de ellos.
Puestos a pensar, seguro que muchos lectores conocen a alguna de esas madres tan especiales; yo, a Christina, Ana, Marta y Natalia, que no escatiman tiempo ni energía en el cuidado de Mateo (parálisis cerebral), María (síndrome de Down), Mathias (síndrome del espectro autista) y Hugo (disfasia). Ellas —y, también, Igor, Pablo, Johan y José Luis, sus parejas— merecen siempre, además del afecto personal de quienes las rodeamos, admiración y reconocimiento social, y señaladamente, en el Día de la Madre.
Esta entrada fue publicada originalmente en el diario El Mundo