Nadie niega que el sector bancario necesita acometer cambios. Sobre todo, avances relacionados con un mundo más digital. La propia banca asume el desafío. Pero desde el sustrato de un banco tradicional hasta el intangible de una plataforma digital hay muchos pasos. Varios modelos, incluso. Para una clientela que, asimismo, se distribuye a lo largo de una escala de grises respecto a la preferencia tecnológica y su uso. Sin embargo, algunas iniciativas regulatorias, aunque sea de modo indirecto, están empujando a que ese cambio no sea conforme, únicamente, a la lógica de oferta-demanda y la competencia sino también a presiones y requerimientos adicionales. La última, la de la Autoridad Bancaria Europea la semana pasada, estimando que a los bancos europeos les falta aún capital para reforzar su solvencia por importe de 135.000 millones.
Sería absurdo abogar por menos competencia o eficiencia bancaria. No es esa la cuestión. Gráficamente, la banca convencional está ahora más diseñada por el regulador que nunca y se configura como un tren con vagones muy pesados. Gran parte de ellos van cargados de oro (capital regulatorio) para cubrir desperfectos en caso de descarrile. Pero cada vez quedan menos vagones libres para hacer atractivo el viaje. Las exigencias de capital tienen sentido en tanto en cuanto deriven en una solvencia “eficiente”. En este sentido, se ha avanzado en exigir recursos que sean convertibles en acciones y que permitan que paguen antes los inversores en el banco que los contribuyentes. No obstante, por encima de estos inteligentes diseños parece primar también una exigencia creciente y lineal. Más capital, más capital. Además, últimamente aparecen otras limitaciones como las de restringir dividendos. Si se unen los tipos de interés artificialmente negativos inducidos por los bancos centrales que controlan buena parte de la supervisión, es difícil generar rentabilidad para el inversor de banca. Tampoco pueden olvidarse las invitaciones del BCE a más fusiones, a que haya menos operadores y de mayor tamaño.
El corolario de estas proposiciones y pruebas a la banca es que parece que existe una invitación abierta —o tácita— del regulador para que los bancos se conviertan paulatinamente en plataformas, cierren miles de oficinas y despidan a cientos de miles de empleados en toda Europa, con el impacto laboral, social y fiscal que supondría. Si esa es la apuesta regulatoria, convendría aclararla. Además, podría estar surgiendo una aparente incoherencia narrativa. Precisamente las plataformas quieren entrar en banca por la puerta de atrás (caso del libra de Facebook, por ejemplo) para evitar la regulación. Los supervisores ven con recelo que aquellos que tienen monopolio sobre la información personal y problemas para el control de la privacidad entren en banca. ¿Dejamos algo más de libertad para que el mercado se vaya adaptando conforme a la demanda y con reglas comunes de juego o seguimos poniendo toda la carne (regulatoria) en el asador de un solo lado de la oferta? Las entidades tradicionales pueden dejar de serlo en muchas medidas pero todo el que quiera ser banco tendrá que ser convencional en una: presión regulatoria.