Ayer se convocaron las elecciones generales que cierran una legislatura que, de inicio, se antojaba ya complicada. La casa se derrumbó justo cuando más ladrillo había. Metáfora irónica de las circunstancias que llevaron a España a su mayor crisis en cincuenta años. Coger el testigo de un Gobierno en estas circunstancias no es sencillo y tratar de sanear y recomponer la economía y el sistema financiero tampoco. Pero tal vez una de las mayores lecciones que podrían haberse aprendido de años tan tristemente azarosos ha podido caer en saco roto: las dificultades estructurales aparecieron para revelar que los cimientos del modelo español de crecimiento y sus instituciones no eran suficientemente sólidos, a pesar de los tremendos esfuerzos y progresos en cuarenta años de democracia.
La falta de pilares firmes hizo que la crisis asestara un duro crochet que dejó al mercado de trabajo tumbado sobre la lona y complicó enormemente las vidas de millones de hogares españoles. Que ha habido mejora parece innegable pero los avances deben medirse tanto por el qué, como por el cómo y, sobre todo, por su vigencia. Así, por ejemplo, la reforma del mercado de trabajo era absolutamente necesaria pero fue incompleta. Sin medidas como, por ejemplo, el llamado “contrato único” se sacrifican incentivos y calidad y la creación de empleo se explica, en demasía, por la vía de la temporalidad y el ajuste salarial. Del mismo modo, también era necesario reformar las pensiones pero uno se pregunta cuántas de tipo no contributivo harán falta en el futuro para sostener a una o dos generaciones que poco van a poder contribuir al sistema (fraude aparte).
Estos son ejemplos de reformas cuya simple puesta en marcha en los últimos años es ya una buena noticia pero que sin profundidad y continuidad pueden desvanecerse y convertirse en víctima propiciatoria de aquellos que piensan que el estado del bienestar es sostenible en las condiciones actuales en España. No lo es, ni en España ni tampoco en otros países europeos de referencia. Esas son reformas (la laboral y la de pensiones) que se han puesto en marcha por las urgencias del momento pero hay otras, como la de la educación, que son igualmente urgentes y donde el inmovilismo supone lastrar el progreso de varias generaciones. También es difícil identificar cuál es la política energética o la estrategia de innovación de España.
El problema de fondo es que estas reformas —muy beneficiosas en el medio y largo plazo— son un contrato entre gobierno y ciudadanos que suele imponer sacrificios a corto plazo para los segundos. Y, como en todo contrato, debe haber una confianza mutua entre las partes. La solidez institucional es la base del edificio. En este sentido, aunque la economía va a ser el tema de debate fundamental en las elecciones, la transparencia, corrupción, confianza y sensibilidad social (que no populismo) se antojan esenciales. No todo es economía. El liderazgo, la transparencia y el ejemplo en el corto plazo son la parte del contrato necesaria para que el ciudadano se una a un compromiso de largo plazo. Por encima de las legislaturas.