Los datos son una fuente esencial de conocimiento para la política económica. Pero, ¿qué hacer cuando apuntan en dirección contradictoria? Las tensiones inflacionarias no cesan, reduciendo la capacidad de compra de las familias. Muchas fábricas se ven abocadas a reducir la producción por falta de suministros o su encarecimiento, y la actividad global se resiente. El propio FMI acaba de recortar su previsión de crecimiento en 2021 para las economías más poderosas del planeta que son EEUU, China y Alemania, y también para España.
Fuentes: Eurostat, INE y FMI.
En contraposición, las encuestas de coyuntura dibujan una imagen positiva: los pedidos se acumulan en las empresas, el empleo crece y los consumidores se muestran confiados en el futuro (tanto los indicadores adelantados de venta y de contratación, como los índices de confianza del consumidor, se mantienen en niveles elevados).
Ante unos hechos tan contradictorios, no es sorprendente que las interpretaciones también lo sean. Unos, a la cabeza los bancos centrales, se muestran optimistas, consideran que el repunte de precios es una escaramuza transitoria y vaticinan por tanto una recuperación sostenida. Los agoreros, por su parte, lanzan la voz de alarma de la estanflación, un periodo de estancamiento de la actividad e inflación persistente, que se ensañaría con los países más endeudados.
En un entorno tan complejo, el informe del FMI permite extraer algunas lecciones esperanzadoras, otras menos. La principal: las fuerzas de la recuperación siguen siendo potentes, gracias a la liberación de la enorme bolsa de demanda retenida durante la crisis. Nada puede detener ese efecto, aunque sí retrasarlo —como en España, con un crecimiento previsto del 6,3% para 2022 (una revisión al alza de 6 décimas), tras 5,7% este año (un recorte de 5 décimas)—.
En segundo lugar, y esto es crucial para entender el brote de inflación, el crecimiento difiere de las pautas anteriores a la pandemia. Sube la demanda de bienes frente a los servicios, de ahí los cuellos de botella en el transporte por carretera y mar, y en los suministros necesarios a la producción manufacturera. La actividad se digitaliza, exacerbando la escasez de componentes tecnológicos. Y provoca tensiones en los mercados energéticos, por la infrainversión en energías fósiles, necesariamente denostadas en tiempos de lucha contra el cambio climático, y la insuficiente oferta de fuentes alternativas no contaminantes. Todo ello contribuye al ciclo alcista de costes y entorpece la onda expansiva.
Del análisis del Fondo se puede deducir que la duración del brote de inflación depende de la transición energética. Esto lo sabemos en España, con un IPC que podría rozar el 5% a finales de año como consecuencia del encarecimiento del gas y de la electricidad, mordiendo el poder adquisitivo de los salarios y los márgenes empresariales. La tensión retrocederá a medida que se producen inversiones en energías renovables y mejoras en su eficiencia. El Fondo también advierte del riesgo de efectos de segunda ronda en los precios no energéticos y en los salarios, pero se decanta por un impacto limitado por el subempleo que persiste tras la crisis y los cambios en los mercados laborales. No estaríamos, por tanto, ante una espiral inflacionista como en la crisis del petróleo del siglo pasado.
En suma, las perspectivas siguen siendo favorables pese al shock de costes, más persistente de lo previsto por la mayoría de bancos centrales. La política monetaria debe calmar las expectativas de inflación, replegando el arsenal monetario, pero sin sobrerreaccionar porque las tensiones subyacentes son todavía moderadas. Los presupuestos públicos afrontan un dilema similar. Algunos de sus estímulos siguen siendo necesarios, sino esenciales entre otras cosas para facilitar la transición energética y atajar la escalada de costes de producción; y a la vez conviene frenar el endeudamiento. Una cosa parece clara: el Estado es un actor crucial de la economía pospandemia, pero su acción debe ser atinada para que no se cuestione su sostenibilidad.
IPC | Los productos energéticos son los artífices del actual brote de inflación. El IPC se incrementó en septiembre un 4% con respecto a un año antes, por el encarecimiento de la energía (29%). La inflación subyacente sigue es apenas del 1%. Según Funcas, si el precio de la electricidad se estabiliza, el IPC alcanzará un pico del 5% en noviembre antes de emprender una senda decreciente. Pero si la escalada prosigue, el IPC ascendería hasta el 5,3% a finales de año, y todavía se situaría en esas cotas hasta la primavera.
Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.