Dada la confusión, bastante extendida, de considerar el término ‘renta básica’ como un concepto unívoco, resulta conveniente una aclaración preliminar. Con dicha expresión se puede aludir a la renta básica incondicionada –conocida también como renta básica universal–, cuyo rasgo distintivo es que la asignación monetaria destinada a cada ciudadano no tiene en cuenta su nivel de rentas y, además, no se supedita al cumplimiento de ningún programa de inserción, formación, etc. En este sentido, se podría considerar como una renta económica de la que son beneficiarios todos y cada uno de los ciudadanos por el mero hecho de serlo, no entrando a considerar ni lo que se tiene ni lo que se hace. Pero otra de las acepciones de ‘renta básica’ alude a la renta básica condicionada (en adelante, RBC), que es la que, a diferencia de las anteriores, exige el cumplimiento de una serie de presupuestos, siendo el principal la prueba de recursos económicos y, además, habitualmente, la suscripción de un plan individual de inserción. Estas RBC han sido materializadas por todas las comunidades autónomas, aunque con diferentes denominaciones: por ejemplo, renta de garantía de ingresos en el País Vasco, renta de inclusión social en Navarra, renta básica de inserción en Murcia, renta mínima de inserción en Madrid o prestación de inserción sociolaboral en La Rioja. Todas ellas pueden denominarse con el término general ‘garantía de ingresos mínimos’ (GIM) y son las que se abordan en este breve análisis.
Ciertamente todas las GIM se dirigen a paliar las situaciones de carencia de recursos, así como la exclusión social. En todo caso, las diferencias tanto de facto como normativas entre los diecinueve territorios autonómicos (diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas), como es fácil de prever, son muy relevantes.
«Se podría inferir que las comunidades en situación más desventajosa y, por ello, con mayores probabilidades de exclusión social, deberían ser las que contasen con una GIM más protectora. No sucede así, y son las regiones con menores índices de pobreza y desempleo las que proporcionan unas GIM más generosas».
Existe, en primer término, una significativa divergencia en cuanto a las circunstancias socioeconómicas de cada comunidad y, en particular, en lo referido a los niveles de pobreza y tasas de desempleo de su población. Así por ejemplo, midiendo estas disparidades a través de los datos del indicador AROPE, el 44,3% de los extremeños se encontraba en 2017 en riesgo de pobreza o exclusión social, un porcentaje que triplicaba al 13,5% de la población Navarra en dicha situación. Si atendemos a la tasa de desempleo –y teniendo en cuenta que la media nacional se sitúa, en el I trimestre de 2019, en el 14,7%– se puede advertir que tanto Melilla (25,9%) como Extremadura (22,5%) registran los niveles más elevados; por el contrario, los más bajos se encuentran, de nuevo, en Navarra (8,19%) y el País Vasco (9,62%). De dicha diversidad se podría inferir que las comunidades en situación más desventajosa y, por ello, con mayores probabilidades de exclusión social, deberían ser las que contasen con una GIM más protectora. No sucede así, y son las regiones con menores índices de pobreza y desempleo las que proporcionan unas GIM más generosas.
En el terreno normativo, las diferentes legislaciones –además de regular los requisitos legales de acceso, tales como la edad, la residencia y otros– ponen el énfasis en su objetivo, esto es, en paliar las situaciones de pobreza y consiguiente exclusión social. Para ello, presentan unos instrumentos de carácter bifronte que contemplan, por un lado, la prestación de una renta económica y, por otro, la consecución de un programa de integración sociolaboral. Ciertamente en todas ellas se encuentran rasgos comunes; no debe olvidarse que está presente el ‘principio de supletoriedad’, que se traduce en la previa reclamación de las prestaciones que pudieran causarse en el sistema de protección social así como aquellas a las que tuviera derecho en el orden de la jurisdiccional civil (por ejemplo, una pensión compensatoria). También existe cierta uniformidad en todas las GIM en la consideración de la ‘unidad de convivencia’ de cara a la determinación de los ingresos computables, estimándose como tales todos los que perciba tanto el solicitante como las personas que integran dicha unidad en el momento de la solicitud. Con todo, y aun existiendo algunas exigencias comunes, las GIM están presididas por unas significativas diferencias entre unos territorios y otro. En este sentido, cada autonomía regula cómo se determina y computa la carencia de recursos, así como la cuantía de la prestación económica y su proyección en el tiempo. Del mismo modo, cada comunidad decide qué vinculación (fuerte o débil) establece respecto del cumplimiento de las obligaciones de inserción y su repercusión en el acceso y mantenimiento de la prestación económica.
«No todas las comunidades autónomas –aunque sí la mayoría– condicionan la prestación económica a la participación y al cumplimiento de los ‘programas individuales de inserción’ (PINI)».
También en lo que se refiere a la prestación económica hay relevantes variaciones entre los distintos territorios. En primer lugar, a la hora de determinar los ingresos, bienes y derechos que deben computar –y la forma de hacerlo– para averiguar la renta real de los beneficiarios y, con ello, verificar si cumplen con el requisito de carencia de recursos. Otra diferencia muy significativa es la propia composición de las GIM, que pueden ser clasificadas en dos grupos: por un lado, las que cabe denominar de carácter simple (como por ejemplo, Asturias y Madrid), que comprenden una prestación económica por razón del número de miembros de la unidad de convivencia; y, por otro, las de carácter complejo (Cataluña, Comunidad Valenciana, País Vasco y Galicia), que agregan otros parámetros; es el caso, por ejemplo, de la GIM de Cataluña, que a la mencionada prestación en función del tamaño de la familia añade una renta complementaria de activación e inserción. También se aprecian disparidades respecto de los indicadores adoptados como referencia, que unos casos son el SMI o en otros el IPREM. Cataluña, por su parte, cuenta con su propio indicador. Más significativas son las divergencias que se observan en lo que atañe a la propia duración de las GIM, entre las que se hallan las de duración indefinida (como, por ejemplo, País Vasco, Comunidad Valenciana), las de duración determinada (Extremadura y Murcia) y aquellas que, aunque se diseñan con un límite temporal, pueden contemplar supuestos de renovación que, de hecho, las convierten en ilimitadas en el tiempo (por citar algunas, Aragón y Navarra).
Finalmente, en cuanto al propósito de la inclusión social encontramos que, aunque todas las GIM la contemplan como un objetivo a perseguir, no todas –aunque sí la mayoría– condicionan la prestación económica a la participación y al cumplimiento de los ‘programas individuales de inserción’ (PINI). En las GIM de composición simple hay comunidades en las que la prestación económica se hace depender –tanto en el acceso como en el mantenimiento– de la suscripción y el cumplimiento de los PINI (por ejemplo, en Extremadura); en otras, la vinculación es de carácter más débil (Baleares) ya que la renta económica se condiciona a la inclusión laboral (ser demandante de empleo) pero no a la suscripción de un PINI. En las de composición compleja, deben considerarse los diferentes tramos de prestaciones económicas que las integran, de modo que, en el que se puede denominar como básico, no se tendría en cuenta el cumplimiento de los PINI, pero sí en los tramos a los que se accede, precisamente, por su suscripción.
A tenor de todo lo expuesto, se constatan evidentes disimilitudes territoriales en la protección de los ciudadanos destinada a paliar las situaciones de pobreza y exclusión social, lo que induce a una reflexión sobre el mandato constitucional que exige garantizar unas prestaciones sociales suficientes para todos los ciudadanos ante situaciones de necesidad.
Esta entrada es un resumen del artículo publicado en Panorama Social 29.
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