La concesión del Premio Nobel de Economía de 2018 a William Nordhaus (Universidad de Yale) y Paul Romer (Universidad de Nueva York) es poco discutible. Es una buena noticia —en cuanto a lo que tiene este galardón de señalización— para volver a llamar la atención sobre el impacto de los modelos de crecimiento económico en el medio ambiente y los retos que impone la tecnología para lograr sociedades más equilibradas en términos de bienestar.
Hay dos cuestiones en común que parecen justificar la concesión al alimón del premio. La primera es que ambos proporcionan marcos conceptuales para hacer las preguntas adecuadas. Una cuestión que ayer se recalcó durante el anuncio y que es metodológicamente determinante porque ha inspirado el desarrollo científico de innumerables investigaciones sobre economía, desarrollo y tecnología desde hace 40 años. El segundo elemento compartido es el carácter rupturista y crítico que esos marcos conceptuales conceden. Un componente dialéctico que, además, se ha reflejado de forma nítida en algunos momentos en la discusión académica sobre la oportunidad de determinados modelos para guiar la política económica y la respuesta a las disrupciones y crisis.
Hace dos años, en esta tribuna, me refería precisamente al debate que abrió Paul Romer poco tiempo después de dejar su puesto de economista jefe en el Banco Mundial. Su crítica y sátira a la obsesión por los modelos matemáticos basados en listas de suposiciones —cuyo tamaño consideraba inverso a su realismo— puso en solfa a la profesión. Los consideraba demasiado rígidos para aprehender la compleja realidad actual.
«Es una de esas ocasiones en las que el Nobel viene respaldado por un impacto indudable de la contribución científica a la política económica».
No es que a los modelos de Nordhaus y Romer les falte estructura. En realidad, lo que proporcionan es precisamente un armazón para relacionar causas y consecuencias de forma ordenada y empíricamente contrastable. Y con utilidad pasada, presente y futura. En el caso de Nordhaus, su modelo dinámico integrado de la economía y el clima (DICE, por sus siglas en inglés) proporcionó desde la década de 1970 un soporte para el análisis coste-beneficio de las emisiones de CO2 de incalculable valor para abrir el debate sobre los efectos del cambio climático y su prevención.
En el caso de Romer, destaca su contribución a los modelos de cambio tecnológico endógeno. Observó la existencia de tremendas diferencias en la capacidad de crecimiento entre países que asoció, primordialmente, a la capacidad de insertar en las mismas el cambio tecnológico. Y, en este punto, concede especial relevancia a las ideas como mecanismo de progreso siempre que puedan ser aprovechadas de forma colectiva y sin excesiva exclusión. Lo cual nos hace reflexionar sobre el mundo que vivimos y la enorme concentración de información —el combustible de las ideas— en pocas manos y las consecuencias para lograr un desarrollo más amplio y sostenible.
La economía encuentra a la naturaleza en las consecuencias del crecimiento, pero la tecnología determina cómo interactuamos con ella. Es una de esas ocasiones en las que el Nobel viene respaldado por un impacto indudable de la contribución científica a la política económica. Un impacto que aún tiene mucho desarrollo pendiente.