Tras la caída de Lehman hubo una primera crisis que fue de clases. No de aburguesamiento sino de recepción de la información. Una sensación de apocalipsis entre los inversores que los ciudadanos aún no sentían. De Wall Street a la City los gestores, traders y analistas sabían que existía un riesgo de que el mundo financiero se desmoronara. Deshicieron sus posiciones inversoras y diversificaron sus depósitos. Cuando en muchos países se rescataron grandes bancos, surgió la primera copla de la crisis: “Se da el dinero a los bancos que bien habría venido a otros”. Esa música es casi cultura popular pero encierra cierto desconocimiento. Cuando se rescató a los bancos —algo que ya es hoy mucho más difícil que ocurra— se preservó buena parte del ahorro y se evitó un tenebroso pánico.
Para un ciudadano representativo, la banca es un ente indisoluble. Un concepto grueso donde no caben matices y la considera una “mimada” de las finanzas públicas. Una década después hay a quien Lehman no le resulta muy distinto de cualquier otro banco, no importa su orientación minorista o mayorista, de banca de inversión o comercial. Es cierto que se vendieron productos inadecuados a muchos clientes. Unos inconscientes del riesgo; otros más informados pero convenientemente subidos al carro de la indignación. En países como España, esa polémica por las pérdidas de productos de ahorro es importante pero ínfima en comparación al cataclismo inmobiliario y sus herencias sociales y patrimoniales. Entidades financieras que poco tenían que ver con Lehman pero quedaron al desnudo en medio del tirón de la manta mundial. La reacción regulatoria fue descomunal. Los bancos ahora necesitan un ejército para lidiar con el cumplimiento normativo.
«Una regulación orientada de forma errónea hacia “esa banca que se quiere castigar” puede generar un sistema menos competitivo en algunos segmentos de negocio y una acumulación de riesgos fuera del perímetro vigilado más intensamente por el supervisor».
Otra copla que se repite es la de que “siguen los mismos en banca”. Pero han cambiado multitud de bancos y gestores. Y algunos de los que están, de hecho, han aportado la tranquilidad necesaria para retomar una senda de estabilidad financiera. En España, con cierto retraso, el temor fue tal que se hizo necesaria una “transparencia aumentada” que, finalmente, ha sido un striptease completo de los riesgos del sector. En algunos casos, cuando se han detectado irregularidades, el FROB los ha enviado a los tribunales.
Frecuentemente se discute si la regulación es mucha o poca. Lo importante, en mi opinión, es que sea acertada y regule funciones en lugar de instituciones. Por dos motivos principalmente. Primero, si se centra exclusivamente en los bancos puede propiciar una desviación de la incertidumbre a sectores no regulados (está sucediendo con los malos resultados con el peer-to-peer lending —préstamos online entre proveedores no oficiales— en otras jurisdicciones) porque el riesgo no es sólo cosa de oferta, sino también de demanda. El segundo motivo es que una regulación orientada de forma errónea hacia “esa banca que se quiere castigar” puede generar un sistema menos competitivo en algunos segmentos de negocio y una acumulación de riesgos fuera del perímetro vigilado más intensamente por el supervisor. Diez años después, buena parte del riesgo se va de la banca pero los ojos continúan demasiado encima de ella.