Los grandes incendios son un síntoma de nuestro tiempo y lógicamente de nuestra economía. En parte, producto de acciones de uso del suelo y cambio climático con nefasta incidencia a largo plazo. En parte, también, resultado de incentivos mal definidos sobre recuperación del paisaje y reforestación. Son, asimismo, paradigma de este era de lo impensable en la que contamos con más medios que nunca pero también más capacidad destructiva.
En España hay unos 20.000 incendios al año. El terrible fuego que ha asolado Llutxent, junto a mi querida Gandía, ha afectado a 3.270 hectáreas. Ha tomado el triste relevo de los de Galicia el pasado año que arrasaron 49.000 hectáreas. Sin que sirva de consuelo —sino todo lo contrario— el fenómeno es planetario. En el norte de California se habla ya de 250.000 hectáreas quemadas este verano. Siempre ha habido grandes incendios y muchos han sido fortuitos —como el rayo que inició el de Llutxent— pero otros muchos —y la capacidad de propagación— coinciden con la expansión urbana por zonas litorales y de monte de los últimos 50 años, así como el aumento medio de las temperaturas con rápidos cambios climáticos y estacionales.
En casi todos los ámbitos de organización económica se tiende a la exageración, a la explotación desaforada de recursos que impiden su sostenibilidad. En España esto ha ocurrido con el turismo o con la construcción, con escaso respeto al paisaje y a la correcta ordenación del territorio. En algunas localizaciones se acaban por destruir otros modos de vida (con la agricultura entre las principales damnificadas) y se llega a pensar que no existen otras formas de desarrollo que las que impone la expansión turística y urbanística. Las leyes de protección han llegado tarde y son insuficientes. La sostenibilidad anda quemada.
«El aumento de la magnitud del fenómeno excede los recursos disponibles y se trata de una cuestión grave que requiere educación, colaboración, medios y una mayor capacitación a escala local».
Los índices medios de peligro —combinación de variables meteorológicas y condiciones del territorio— no dejan de crecer. Algunos estudios señalan que el aumento de la temperatura en el Mediterráneo tiene relación con la proliferación de lluvias con aparato eléctrico, sobre todo en zonas altas de monte, más abandonadas y donde más se producen los incendios.
Se han mejorado muchas cuestiones relativas a la predicción y gestión de incendios pero el aumento de la magnitud del fenómeno excede los recursos disponibles y se trata de una cuestión grave que requiere educación, colaboración, medios y una mayor capacitación a escala local. Mientras que los sistemas de vigilancia y prevención deben estar coordinados de forma centralizada, cada municipio debe tener los suficientes conocimientos y se le debe dotar con los recursos necesarios para gestionar los usos recreativos del monte y una inclusión exhaustiva de los riesgos de incendio en todos los planes urbanísticos.
El fenómeno es tan complejo que incluye, incluso, dimensiones psicológicas delicadas. Se estudia ahora la relación entre fuegos provocados en Huelva en diferentes años pero con demasiadas coincidencias. Y en Australia, uno de los países donde la cuestión es más preocupante, la mitad de las incidencias siguen siendo provocadas. Desolador y complicado este fenómeno. Y sin duda, una ruina económica.