Fue en Sofía, la capital búlgara, este fin de semana. Olaf Scholz, primer ministro de finanzas alemán, permaneció callado ante sus colegas europeos cuando llegó el momento de discutir si avanzar con los planes de imponer un impuesto específico a las grandes empresas digitales. Causó sorpresa entre las filas proimpositivas, lideradas por Francia y engrosadas por Italia y España.
En nuestro país, la llamada tasa Google ha ganado repercusión estos días porque se ha propuesto como solución de urgencia para cubrir la subida de las pensiones recién pactada. El barullo interpretativo está servido porque una cuestión es discutir si procede ese tipo de imposición —lo que se dirime a escala europea— y otra si es posible, pertinente y sostenible que la potencial recaudación se destine a cubrir agujeros de un sistema de pensiones que debería encontrar formas propias de sostenibilidad.
En la UE ya circuló una propuesta francesa en marzo con dos posibilidades. Una, la de establecer un tributo para todas las empresas que operaran en la UE con una “presencia digital” significativa. Otra, la de hacerlo pero sólo para las grandes —como Google, Facebook o Amazon— que facturen más de 750 millones de euros. El impuesto se fijaría en un 3% de sus ingresos. La justificación económica encierra la lógica de que este tipo de negocios puede no tener una presencia física considerable en términos de personal o infraestructura en un determinado territorio pero sí una abrumadora presencia digital.
«El tipo final aplicado queda en el aire. Si finalmente fuera ese 3% podría suponer una recaudación anual de 5.000 millones de euros y España podría aspirar a obtener unos 500 millones anuales. Una cifra que no daría para cubrir los agujeros de las repetidamente improvisadas elevaciones del gasto en pensiones».
Que su actividad tenga múltiples ramificaciones virtuales no significa que sus ingresos no sean muy tangibles. Es una actividad económica en toda regla que los supuestos tributarios actuales —pensados para otro tipo de compañías— no recogen en la dimensión que parece proporcional a su negocio. Contribuyen bastante menos en promedio que la empresa tipo europea. El problema es que esto sucede también en otras jurisdicciones y hay un número considerable de países que quieren armonizar el impuesto a escala internacional.
Y ahí es donde ha surgido la desunión en la UE, porque naciones como Reino Unido, Irlanda o Dinamarca prefieren que se busque un consenso internacional porque temen la furia proteccionista de Donald Trump. En Alemania estas dudas han renacido ahora e, incluso, se plantea que haya que cambiar sustancialmente la ley alemana para que un impuesto de esa naturaleza sea legal allí.
Hasta que se llegue a un consenso europeo puede pasar un tiempo. El tipo final aplicado queda en el aire. Si finalmente fuera ese 3% podría suponer una recaudación anual de 5.000 millones de euros y España podría aspirar a obtener unos 500 millones anuales. Una cifra que no daría para cubrir los agujeros de las repetidamente improvisadas elevaciones del gasto en pensiones. Qué paradoja que la moderna digitalización acabara financiando el envejecimiento de la población. Sea como fuere, en Europa se sigue reaccionando sobre cómo interactuar con el mundo digital en lugar de promocionarlo. Mientras que en California tienen listas las leyes para automóviles autónomos antes de que estos surjan, en Europa se legisla para recaudar cuando de innovación se trata.