Acaba de cerrar la legislatura más corta de la democracia española con la ironía de haber legislado poco o nada. Apenas quedan ya recuerdos de algunos intentos de pacto que, quizás, pudieran (o no) convertirse en un pilar para posibles acuerdos en los próximos meses. Al fin y al cabo, las encuestas se empeñan en señalar que los equilibrios electorales no van a cambiar significativamente. Como a mucha otra gente, me irrita el recurrir excesivamente a eufemismos pero, en ocasiones, pueden convertirse en una herramienta útil para tender puentes cuando otros se han quemado. La ventaja es que se pueden restablecer conversaciones evitando el veto. La desventaja es que, usado en exceso, el eufemismo puede convertir medidas en productos light que captan votos y no cambian nada de fondo.
«Hay mucho más espacio de confluencia del que se reconoce y precisamente lo que irrita al electorado es que no sea eso lo que prime sino el debate de los términos».
La RAE parece estar pensando en la economía española cuando define eufemismo como la «manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante». Así, hablamos de consolidación fiscal en lugar de ahorro y ajustes. De desapalancamiento para referirnos al pago de deudas. De ayudas financieras que, en realidad, son rescates. Todo queda un poco manido. Pero hay un espacio de oportunidad. Si llegamos, por ejemplo, al consenso de que el paro es el principal problema en España, parece conveniente evitar soniquetes algo pesados como el de derogar la reforma laboral o establecer un contrato único. Esa reforma está dando sus frutos pero puede mejorarse. Y algunas propuestas contractuales alternativas, como ese «contrato estable y progresivo», son un buen pulpo como animal de compañía del contrato único. Hay mucho más espacio de confluencia del que se reconoce y precisamente lo que irrita al electorado es que no sea eso lo que prime sino el debate de los términos.
Lo que conviene evitar son las perífrasis que encierran irresponsabilidad. Si desde Bruselas se deja más margen a España para cumplir con los objetivos de déficit, suena bastante forzado eso de «repartirse el margen» (entiéndase, el botín) entre la Administración central y la regional y local. Guste o no, gran parte del atranque institucional tiene que ver con el modelo de financiación territorial y parece urgente reformarlo. Aquí es donde el eufemismo se desliza hacia el circunloquio para llevar al ciudadano a la más absoluta confusión. Para algunos Gobiernos regionales, el desequilibrio entre las transferencias recibidas y las competencias asumidas en algunos servicios (por ejemplo, sanidad) es un despropósito. Pero ese debate se confunde rápidamente con el de la solidaridad interterritorial.
En realidad, si se quieren asumir más transferencias para equilibrarlas con las competencias, también quizás sea necesario sacrificar solidaridad a cambio de responsabilidad. Las leyes de estabilidad presupuestaria son, de hecho, la mejor herramienta para acabar con los ciclos políticos presupuestarios. Tal vez la desgracia es entender como eufemismo lo que no lo es. Ni las reformas son el demonio, ni el progreso implica irresponsabilidad.