La investigación de la que proceden los resultados que aquí se presentan ha sido patrocinada por FUNCAS
El artículo está realizado junto con Carlos Rodríguez Rojo (Qíndice).
Un asunto de la máxima importancia para la formación familiar es la aportación de recursos exteriores a la familia, que de una forma general se consiguen a partir del trabajo remunerado. Como se puede apreciar en el gráfico 1, esta cuestión ha cambiado de un modo notable entre las mujeres durante las últimas cuatro décadas.
GRÁFICO 1
Fuente: EPAs desde el III/1976 hasta el III/2016.
En 2016 II y III trimestres.
Hasta los años setenta, la tasa de empleo de las jóvenes solteras sobrepasaba notablemente a la de las casadas. Tres cuartas partes de las solteras trabajaban durante su primera juventud[1] y abandonaban, en gran medida, el empleo al casarse e iniciar la convivencia con su cónyuge, de modo que solo una de cada cinco casadas trabajaba. Por ello, en 1976, la tasa de empleo de las solteras de 20 a 34 años alcanzaba el 66,4%, mientras que entre las casadas de las mismas edades el porcentaje correspondiente era 21,0%. Esta importante diferencia de 45 puntos es la de todo el margen de edad de 20 a 34 años. En algunas edades esta diferencia era todavía mayor.
Se observa que las jóvenes emparejadas (entre 1976 y 1998, las que figuran en la EPA como “casadas” y, a partir de 1998, la suma de mujeres “casadas” y de mujeres que “conviven con su pareja sin estar casadas”)[2] van aumentando lentamente su participación laboral efectiva desde la primera gran crisis (1976-1985); durante la recuperación (1986-1990) aceleran; se mantienen en la siguiente crisis (1991-1994) y, desde entonces, han incrementado de forma lineal su tasa de empleo (36 puntos en catorce años) hasta alcanzar el 71,5% en 2008 (el nivel de ocupación más elevado de las emparejadas de todo el periodo estudiado). Aunque en los años 2009, 2012 y 2013 el empleo de las mujeres emparejadas ha presentado unos descensos inéditos hasta entonces, desde 2014 se ha recuperado la tasa de empleo de las emparejadas hasta el 70,7% (EPA II/2016). El ritmo de recuperación del empleo ha sido claramente mayor que el de las no emparejadas.
«Mientras en unos años de crecimiento tan intenso de la ocupación como los que van de 1998 a 2003 el nivel de emparejamiento descendía, en los ocho años siguientes —desde el 2003 hasta el 2011— aumentó, lo que resulta muy novedoso».
Lo más significativo es que en la primera parte de la fase expansiva parecía que ambos colectivos iban creciendo en empleo a la par, pero desde 2003 —en plena fase expansiva— las emparejadas empezaron a superar el nivel de ocupación de las no emparejadas. La cercanía de la crisis aumentó esa diferencia a favor de las emparejadas, y la crisis mucho más aún, de tal modo que en el segundo trimestre de 2016 ha alcanzado un máximo de 23,4 puntos porcentuales. Sucede así que mientras que las emparejadas casi han recuperado su nivel de empleo, las no emparejadas están aún muy lejos de conseguirlo.
Esta inversión de los comportamientos laborales en función de la situación convivencial de las jóvenes españolas se corresponde con una transformación radical de las pautas de formación familiar. De hecho, tan importante como la inversión de la diferencia en la participación laboral, puede ser la ruptura de la tendencia al retraso de la constitución de la convivencia en pareja. Mientras en unos años de crecimiento tan intenso de la ocupación como los que van de 1998 a 2003 el nivel de emparejamiento descendía (en la línea en la que lo venía haciendo anteriormente el casamiento), en los ocho años siguientes —desde el 2003 hasta el 2011— aumentó, lo que resulta muy novedoso (más aún si se toma en cuenta que esos años incluyen cuatro de los peores de la crisis). Con todo, los tres años escasos de recuperación del empleo desde 2014 no han logrado detener la evolución negativa del emparejamiento observable a partir de 2011. Esta evolución avanza a un ritmo que parece recuperar la tendencia descendente que el último cuarto del siglo anterior ha seguido la proporción de casadas (véase el post “El declive del matrimonio”).
Cabe pensar que este comportamiento parcialmente contracíclico sea únicamente el efecto de un retraso (de alrededor de tres o cuatro años) en los planes de convivencia, pero un factor clave que hay que tomar en cuenta es la forma tan diferente en la que la crisis ha afectado a los varones y a las mujeres, que se refleja también en función de su emparejamiento tal como se aprecia en el gráfico 2.
GRÁFICO 2
Fuente: EPAs desde el 2000 hasta el III/2016.
En 2016 II y III trimestres.
De hecho, entre las mujeres casadas, tanto la máxima tasa de empleo como la mínima (a partir de la crisis) se producen con un retraso de un año respecto a las correspondientes de los varones.
A pesar del interés de estos desfases temporales entre los sexos, su importancia es incomparable con la forma en la que la crisis ha igualado la participación laboral de las mujeres y los varones en ambas forma de convivencia. Los no emparejados de ambos sexos alcanzan en 2012 unas tasas de empleo prácticamente iguales (0,4 puntos de diferencia) y los varones emparejados pasan de 42 puntos más que las mujeres en 2000, a sólo 11 puntos más en 2012. En ambas formas de convivencia se venían dando acercamientos en los niveles de participación laboral efectiva. La mayor dureza de la crisis para los varones (sobre todo por tener una mayor presencia en las ocupaciones y los sectores más vulnerados) incrementó esa cercanía de una manera más intensa que la de la fase expansiva.
Entre los no emparejados en la expansión el acercamiento de debía sobre todo a un mayor aumento de las tasas de empleo femeninas, mientras que en la crisis se igualaron por una menor caída en el caso de las mujeres.
Entre los emparejados, los varones permanecieron en situación asimilable al pleno empleo durante toda la expansión, con una fuerte caída en la crisis hasta 2012. Las mujeres emparejadas, que durante la expansión aumentaron en más de 20 puntos su tasa de empleo, logran mantener en buena medida su nivel de empleo como forma de estabilizar unas parejas cuyos varones habían perdido más de 15 puntos de ocupación. A partir de 2013 todos los colectivos van aumentando sus tasas de empleo.
[1] La primera juventud abarca de los 16 a los 24 años, y la segunda (las jóvenes adultas) va de los 25 a los 34 años. Dados los actuales niveles emparejamiento, aquí se estudia el periodo biográfico que va de los 20 a los 34. En realidad, también para la integración laboral, las edades de 16 a 19 años ya casi no pertenecen en España a la población “realmente activa”, y menos aún a la “realmente ocupada”. En estas edades —en la EPA del II/2016— hay un 9,4% de activas, una 3,2% de ocupadas, un 0,3% de casadas y un 1,3% de emparejadas.
[2] En la revisión efectuada en 1999 del cuestionario de la EPA, el INE introdujo, dentro de las preguntas encaminadas a establecer la estructura familiar y de convivencia de los hogares, una que permite identificar la entonces naciente “cohabitación” de aquellas parejas que convivían sin estar casadas. La pregunta quedó así formulada: “De las personas relacionadas anteriormente, ¿alguna de ellas es su cónyuge o pareja? En tal caso, dígame su nombre: _______________________”.