El número de turistas que llegaron a España durante el pasado verano fue el 50% del nivel previo a la pandemia, un porcentaje más o menos en línea con lo esperado, y que podría incluso calificarse como de buen resultado teniendo en cuenta que coincidió con la expansión de la variante Delta, que motivó la recomendación de no viajar a nuestro país por parte de numerosos países.
Las previsiones manejadas hasta ahora apuntaban a que la recuperación de la llegada de turistas continuaría de forma progresiva hasta alcanzar en torno al 85% o el 90% durante el próximo verano, y en 2023 ya volveríamos prácticamente a las cifras previas al Covid. No obstante, este escenario parece cada vez más difícil de alcanzar, y lo más probable es que pase mucho tiempo antes de que esto ocurra. La razón última se encuentra en la insuficiente tasa de vacunación, tanto en los países desarrollados como, especialmente, en el resto del mundo.
En las últimas semanas hemos visto cómo la alarmante expansión de la nueva ola pandémica obligaba a muchos países a reimponer restricciones, como cuarentenas, obligatoriedad de PCRs a los viajeros procedentes del exterior, e incluso nuevos confinamientos de la población. Pero lo que ha terminado de desatar el nerviosismo ha sido la aparición de una nueva variante de la enfermedad, la denominada Ómicron, cuya severidad y resistencia a las vacunas aún no se conoce con seguridad. Este acontecimiento nos recuerda que, hasta que la vacunación haya alcanzado tasas elevadas en todo el mundo, van a seguir apareciendo nuevas variantes y vamos a seguir sufriendo sustos.
En el peor de los casos, si surgiera una nueva variante de gravedad y resistente a las vacunas, podríamos volver a la casilla de salida, con confinamientos, cierres de fronteras y restricciones a la actividad por todo el mundo, como en los momentos más siniestros del inicio de la pandemia. Pero el impacto económico sería ahora incluso más severo que entonces, dado el deterioro de la situación financiera de las empresas en los sectores más afectados y los cuellos de botella en los suministros —que empeorarían—, y serían mayores las limitaciones para afrontarlo, debido al aumento del déficit estructural y al elevado endeudamiento público.
Pero incluso si no llega a producirse este escenario, mientras la vacunación no se extienda de forma suficiente, seguiremos sufriendo de forma crónica sobresaltos y restricciones que de una forma u otra limitarán o desincentivarán la movilidad internacional, además del propio retraimiento de los viajeros por miedo al contagio. Y no parece que haya perspectivas de alcanzar una vacunación mundial masiva en un plazo razonable. En muchos países desarrollados el avance se encuentra limitado por la resistencia de una parte importante de su población. Y en los países pobres, los límites proceden de sus escasos recursos para afrontar semejante reto.
«Otra consecuencia negativa, que no se tiene nunca en cuenta cuando se desprecia la contribución del sector turístico a la economía nacional, será la pérdida de oportunidades de empleo para los trabajadores sin formación».
María Jesús Fernández
Por lo tanto, debemos empezar a asumir que el turismo internacional probablemente se mantendrá lejos de los niveles previos a la pandemia durante mucho tiempo. Evidentemente esto tiene implicaciones muy importantes para nuestra economía, en la que el peso del turismo exterior hasta 2019 se situaba en torno al 7% del PIB —el porcentaje era del 12% si sumamos el turismo interior—. El tamaño de este mercado se reducirá, lo que significa que muchas empresas y empleos desaparecerán. Solo una pequeña parte del vacío que dejen los visitantes extranjeros será ocupado por turistas nacionales, que también viajarán menos al exterior. Al mismo tiempo, el resto de la economía seguirá recuperándose y creciendo, lo que implica que se producirá un descenso permanente del peso del turismo sobre nuestro PIB.
Muchos se alegrarán de que este sector, frecuentemente denostado, reduzca su peso, e incluso pueden considerarlo como un avance hacia una economía con menos espacio para actividades de bajo valor añadido y empleo precario. Pero esta transformación estructural no se habrá producido por la vía “buena”, que sería la de un crecimiento de todos los sectores económicos, pero más intenso en los no turísticos. Se habrá producido por la vía “mala”: la contracción del tamaño absoluto de estos últimos, y, por tanto, la pérdida permanente de PIB y empleo.
Otra consecuencia negativa, que no se tiene nunca en cuenta cuando se desprecia la contribución del sector turístico a la economía nacional, será la pérdida de oportunidades de empleo para los trabajadores sin formación, cuyo número en España es, desgraciadamente, muy abundante. El 35% de la población activa española tiene un nivel de formación inferior a la secundaria completa, una cifra impropia de un país desarrollado. En los países centrales de la UE esta cifra se sitúa en torno al 15%. El turismo, con todas las pegas que se quiera, proporciona una abundante oferta de empleos para esta masa de trabajadores sin cualificar. Si no se adoptan ambiciosas políticas de formación para los desempleados, y se reforma la educación para reducir el abandono temprano de los estudios y elevar las competencias de los jóvenes, el resultado de la nueva normalidad será un aumento del paro estructural.
Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.