¿Ha tenido usted en sus manos un billete de 500 euros? No es que escaseen. Se supone que en España hay 68 millones de ellos en circulación, el 11,4% del total en Europa. Muchas veces se ha sugerido que su eliminación contribuiría a la lucha contra el fraude, la evasión fiscal y el crimen organizado, por el gran volumen de actividades ilícitas que se pagan con estos billetes de alta denominación.
Con este objetivo en mente, el Banco Central Europeo puso fin la semana pasada a su producción y emisión. Eso sí, con los matices de un largo adiós, como la obra de Raymond Chandler. La emisión no cesa hasta finales de 2018 y su uso seguirá siendo legal sin límite temporal.
A largo plazo, llegará un momento en que dejen de usarse y su estigmatización aumentará de forma considerable. Sin embargo, a corto y medio plazo, su impacto en la lucha contra actividades delictivas va a ser muy limitado. Buena parte del uso fraudulento se canalizará ahora hacia billetes de 200 y 100 euros. La relación entre el efectivo y el fraude tiene numerosos vasos comunicantes y cerrar una puerta de forma tan pausada deja tiempo, espacio y una amplia gama de opciones para reconducir el efectivo hacia su blanqueo final.
«Algunas medidas con cierta efectividad dentro de estrategia de mayor completitud incluyen, por ejemplo, las limitaciones en los pagos en efectivo. En España, se sitúa en la actualidad en 2.500 euros y podría ser, incluso, más baja. Haría falta también coordinación europea al respecto».
No es que el BCE pudiera hacer mucho más, porque existen limitaciones técnicas y legales de enjundia para hacer desaparecer un medio de pago de la noche a la mañana. Parte del problema viene de la herencia del marco alemán y sus billetes de alta denominación que el euro asumió como propios. Pero la problemática es más general. La apuesta tiene que ser la de una estrategia más completa.
El debate surge entre quienes apuestan por la privacidad que ofrece el pago en efectivo frente a los que estiman que el uso de medios de pago electrónicos aporta soluciones a problemas de fraude y criminalidad y reduce los costes del conjunto del sistema. Entre los defensores de esa “privacidad” se ha encontrado tradicionalmente Alemania. Pero los costes son elevados. En Estados Unidos, por ejemplo, se estima que se pierden 100.000 millones de dólares anuales en fraude y crimen asociados al uso de efectivo.
Algunas medidas con cierta efectividad dentro de estrategia de mayor completitud incluyen, por ejemplo, las limitaciones en los pagos en efectivo. En España, se sitúa en la actualidad en 2.500 euros y podría ser, incluso, más baja. Haría falta también coordinación europea al respecto. En Italia el límite era de 1.000 euros y se elevó (incomprensiblemente) a 3.000. Sería importante una apuesta definitiva por ir reduciendo el uso de efectivo más allá de la voluntad de cada cual.
Por ejemplo, en muchas de nuestras actividades diarias personales y profesionales —desde usar un parking público a ir al dentista— debería avanzarse hacia un mayor uso del pago con tarjeta u otro medio de pago electrónico. En otros países es obligatorio. Con la que está cayendo, la privacidad se queda ya en una mera excusa.