El Foro Económico Mundial celebrado en Davos (Suiza) la semana pasada está lejos de ser la referencia intelectual o la guía política que el mundo necesita. Responsables políticos, empresariales, financieros, actores, músicos y todo tipo de gurús tecnológicos ofrecen mensajes que apenas llegan a la mayor parte de la población. Reflejan estrategias defensivas de su statu quo y mucha negación respecto a los verdaderos problemas que afectan a la sociedad. El enojo de los ciudadanos, como votantes, es evidente. Hay un vacío de liderazgos morales e intelectuales.
Es turno para que los economistas y otros analistas sociales aumenten el sentido crítico del debate e, incluso, me atrevo a decir, que se pongan al frente del mismo. Es una necesidad eminentemente práctica. La desigualdad, el empeoramiento de la calidad de las condiciones laborales respecto a las de antes de la crisis, el coste de la energía, la presión de la deuda pública y privada, las escasas expectativas para una jubilación digna, o la dificultad para sostener la solidaridad intergeneracional, no encuentran respuesta en Davos. Se debaten, en un tono ajeno, lo que da mayores alas aún al populismo. Dos de las naciones más relevantes del mundo —Estados Unidos y Reino Unido— ya han optado por el humo como remedio para el incendio social. Me han parecido muy oportunas las opiniones de Larry Summers este fin de semana sobre lo decepcionante del foro suizo, refiriéndose a las palabras de uno de los padres del liberalismo anglosajón, Edmund Burke: “La única cosa necesaria para el triunfo de los malvados es que los hombres buenos no hagan nada”.
«En sociedades modernas europeas que defienden modelos de estado de bienestar tendría que haberse logrado hacer comprender a los ciudadanos el coste y la responsabilidad de los beneficios del modelo, para reconstruirlos conforme a incentivos y responsabilidades más compartidas».
No es sólo una cuestión del Brexit o de Trump. En España la gente tampoco acierta a comprender cómo el 1% de la población acumula tanta riqueza como el 80% y —a medias entre falta de información y carencia de previsión— se genera un enfado monumental hacia bancos o empresas, o por el precio de la electricidad, o por las pensiones. Cuestiones muy similares azuzan el clima social en Francia, Italia y otro sinfín de países. En sociedades modernas europeas que defienden modelos de estado de bienestar tendría que haberse logrado hacer comprender a los ciudadanos el coste y la responsabilidad de los beneficios del modelo, para reconstruirlos conforme a incentivos y responsabilidades más compartidas. Pero esto es casi imposible cuando las cuestiones más perentorias no tienen una respuesta. Por lo tanto, se vuelve a la casilla de salida pero en condiciones peores.
En Davos se escucha hablar de tecnología pero no del gran abismo que media entre su adopción y una utilidad social generalizada. Se habla de igualdad de género pero sólo el 18% de las participantes son mujeres. Como perla del encuentro, la oportunidad de ver a un presidente chino defendiendo el liberalismo y el libre comercio, asustado ante los primeros avances proteccionistas de Trump. Davos parece haberse convertido en un foro de ostentación y defensivo pero no de ideas y revulsivo. O se renueva, o cae en la irrelevancia.