A principios de siglo andábamos los economistas aún conmovidos por los efectos que los atentados del 11-S podrían tener sobre los usos económicos y sociales. Crecía también la atención por la “nueva economía”, a pesar de que el estallido de la burbuja “puntocom” en 2001 fue calificada por algunos como el fracaso de las empresas de base tecnológica. No podían estar más equivocados. Ese mismo año, en la famosa reunión de Jackson Hole, los economistas Bradford DeLong y Lawrence Summers señalaron, con igual grado de precaución y acierto, que la revolución digital apuntaba más a un hundimiento de los costes y los márgenes que a un fiasco tecnológico. El progreso de empresas como Google, Facebook o Amazon así lo ha refrendado.
Tras dos décadas de una extraordinaria expansión de este tipo de negocios sería absurdo obviar los múltiples beneficios que han traído, incluso desde la perspectiva del empleo, que era y es uno de los aspectos más controvertidos. En muchos casos, han propiciado la revitalización de áreas deprimidas, la posibilidad de acceso mediante teletrabajo para compatibilizar la vida familiar y una considerable flexibilidad horaria. Sin embargo, han surgido también fenómenos contestatarios, principalmente en lo que se refiere a la concentración de poder monopolístico, el tratamiento fiscal y las condiciones laborales en algunas de estas compañías en un contexto de enorme generación de beneficios. En este último frente, la huelga que se ha producido estos días en Amazon, extendida de forma progresiva por diferentes enclaves europeos, ha sido un buen exponente. También las protestas de trabajadores de empresas de reparto como Deliveroo o Glovo así como en empresas con modelos low-cost como Ryanair. Y, como no, la multa de la UE contra Google por abuso de posición dominante.
«Es innegable que la progresiva automatización de la actividad económica elimina algunos vínculos entre oferta y demanda de empleo. No obstante, la relación de dependencia y constancia existe y, como mínimo, debe comparecer una aseguración por parte del empleador».
Cada caso es diferente. Algunos se están resolviendo. Pero se revelan usos que conviene desterrar y que, además, no son exclusivos de las BigTech ni de otras compañías digitales. Destaca la explotación de la figura del trabajador autónomo. El mercado laboral está plagado de acuerdos en los que el trabajador parece un asalariado, actúa como un asalariado… y se le contrata como autónomo. Es innegable que la progresiva automatización de la actividad económica elimina algunos vínculos entre oferta y demanda de empleo. No obstante, la relación de dependencia y constancia existe y, como mínimo, debe comparecer una aseguración por parte del empleador.
Cada caso debe vigilarse y tratarse de forma separada pero hay elementos comunes en los que conviene apostar ante el imparable avance del cambio en las relaciones económicas hacia un modelo más digital. Sería conveniente una educación más flexible, en el sentido de que la calidad en la formación de nuevas competencias y la exigencia de un aprendizaje continuo se extendiera a la mayor proporción de la población posible, siguiendo modelos que han funcionado, por ejemplo, en algunos países escandinavos. A esto debe sumarse una formación integrada en las empresas, con mayor inversión en información. Entre tanto, es interesante observar cómo los propios trabajadores adoptan su propia coordinación digital, con una sindicalización cada vez más transnacional.