El compromiso reiterado del BCE con la estabilidad del euro es un paso en la buena dirección que ya ha dado algún fruto: nuestra prima de riesgo se ha relajado desde los cerca de 140 puntos alcanzados poco después de la decisión de subir los tipos de interés, hasta 110 puntos tras la reunión de emergencia de los responsables monetarios. La italiana, que había rozado los 250 puntos, un umbral que marca la zona de peligro, también se ha frenado.
Pero no nos engañemos, porque la amenaza sigue latente, no solo porque el dispositivo anticrisis financiera, todavía en estudio, solo se desvelará en julio (entre tanto, veremos si el BCE consigue contener los eventuales ataques especulativos mediante la reinversión flexible de bonos que mantiene en cartera, un instrumento a todas luces limitado).
En realidad, el problema radica en la tensión aparente entre los dos objetivos perseguidos simultáneamente por el BCE: la lucha contra la inflación, con subidas de tipos de interés, y a la vez la contención de las primas de riesgo, mediante compras de deuda de los países vulnerables entre los que destaca Italia, y en menor medida España. No vale la obra de orfebrería diseñada por Draghi en 2012, reforzada en 2015 con el lanzamiento del programa de compra de deuda, porque en ese momento la inflación era casi inexistente.
Con un IPC superior al 8% y un índice subyacente escalando, el BCE se ve abocado a salir de la zona de tipos de interés negativos. A priori esto es incoherente con la compra de deuda por parte del banco central, por su efecto demostrado de elevación de la demanda de bonos, y por tanto de reducción de los tipos de interés. No resulta fácil soplar y sorber a la vez en tiempos de precios desbocados.
Para conseguirlo los halcones abogan por la introducción de condicionalidades: el BCE se sustituiría a los mercados en caso de parón de la financiación, bajo la condición de un plan de ajuste presupuestario y de reformas. Pero el banco central no puede erigirse en autoridad fiscal, ni ello es sano desde el punto de vista de la soberanía democrática.
Otros, como Francesco Giavazzi, un reputado economista que asesora a Draghi, se inclinan por la primacía de la estabilidad financiera. Algo relevante cuando la inflación es de origen energético, perturbación de oferta por excelencia, a diferencia de EE UU donde el exceso de demanda es patente. Confían en una moderación paulatina de los precios energéticos, y por tanto desaconsejan fuertes subidas de tipos de interés.
En suma, en tiempos de inflación la política monetaria no puede fácilmente cumplir su misión de estabilidad de precios, porque no está instrumentada para paliar las carencias de la eurozona en materia fiscal. Una eurozona que, desde sus orígenes, padece un defecto: los 19 Estados que la componen no pueden estar respaldados por la moneda única, a diferencia de los países que han conservado su divisa. La solución pasa por una mayor integración fiscal bajo el control del parlamento europeo. Veremos si la solución propuesta en julio aborda este reto.
Algo que en todo caso no nos exime de hacer los deberes: una agenda creíble de reducción de los desequilibrios presupuestarios a medio plazo, y la puesta en marcha de reformas equilibradas e inversiones en consonancia con el plan de recuperación para elevar el potencial productivo y seguir creando empleo de calidad.
Entre tanto, este es precisamente el momento elegido por el Kremlin para cerrar un poco más el grifo del gas que exporta a Europa, preludio de un brote adicional de inflación. El precio en el mercado ibérico, el Mibgas, se ha incrementado un 27% en una semana, y en las economías más dependientes de los hidrocarburos rusos resurge el espectro de una ruptura de suministro. No valen viejas recetas para resolver la endiablada ecuación monetaria a la que se enfrentan nuestras economías.
IPC | El principal barómetro del grado de persistencia de la inflación es el IPC subyacente, que excluye la energía y los alimentos frescos. En enero todavía rondaba el 2,5%, lo que daba alas a la visión de transitoriedad defendida por el banco central. Desde entonces, sin embargo, el IPC subyacente se ha acelerado hasta alcanzar el 4,4% en la eurozona, y el 4,7% en España (con datos de Eurostat). Los países bálticos registran una tasa a doble dígito, mientras que Italia tiene el mejor resultado, con un punto menos de la media de la eurozona.