La deuda es uno de los más pesados lastres de las grandes crisis. En ocasiones, su magnitud es tal que se buscan soluciones de conjunto (quitas, rescates, entre otras), ninguna de ellas agradable y con consecuencias prolongadas. En otras, se dirime en el terreno individual, con hogares y empresas tratando de buscar una salida a una situación difícil. A veces, insostenible. En el caso de las empresas, llegados a ese punto de no retorno, se hacen precisas delicadas negociaciones entre acreedores, tenedores de bonos y propietarios de las acciones, que pueden acabar en la liquidación de la compañía o en un acuerdo de reestructuración para lograr su viabilidad. Las cifras son llamativas y el esfuerzo realizado, también. En España, las empresas habían acumulado una deuda de 1,43 billones de euros en 2010 y la habían reducido a 1,12 billones en el primer trimestre de 2016.
«Se habla de un negocio «viable» pero de una «deuda insostenible», una coincidencia que en muchos casos acaba siendo posible sólo cuando los acreedores se convierten en accionistas. Un cambio de cromos que no es, en absoluto, sencillo».
Son ya muchos meses en los que casos como los de Abengoa, o más recientemente, OHL, concitan el interés público y en los que la dimensión de su deuda llama poderosamente la atención. Se habla de un negocio «viable» pero de una «deuda insostenible», una coincidencia que en muchos casos acaba siendo posible sólo cuando los acreedores se convierten en accionistas. Un cambio de cromos que no es, en absoluto, sencillo.
Como suele suceder, en el juego de defensa de intereses y garantías legales en una reestructuración, los que más tienen que perder son los trabajadores: si no hay acuerdo por arriba, la liquidación acaba siendo la solución. Precisamente, el cierre de empresas por quiebra era mucho más extendido hace unos años hasta que se aprobaron leyes de reestructuración empresarial entre 2012 y 2014 que permitieron acuerdos entre acreedores y accionistas.
El entorno actual no es un camino de rosas pero hay un espacio de actuación nuevo. Como las negociaciones son normalmente muy prolongadas, la falta de liquidez —para pagar nóminas, entre otras cuestiones—, tiene que ser suplida casi siempre con ventas de activos. Este adelgazamiento para la supervivencia se une al que ya implican los acuerdos de reestructuración. Cuanto más tarde en llegar el acuerdo, más empleos se pierden y más probabilidad de fracaso existe.
Una de las mayores dificultades es que las negociaciones se producen a menudo entre múltiples partes. Por eso, muchas veces es más fácil la entrada de fondos especializados que se hacen con la deuda y la agrupan para negociarla. Y cuando entran en el capital de esas empresas, suelen reforzar la dinamicidad de sus órganos de gobierno. No es una compra desinteresada, claro está, pero es una tabla de salvación —aparentemente casi la única— en repetidas ocasiones. Se critica a estos fondos con frecuencia —se les adjetiva incluso de buitres— pero sin ellos, ¿qué otros agentes financieros harían ese importante papel de transición?
La viabilidad empresarial en el mar de deuda del entorno postcrisis es un reto en muchos países, con un importante coste de oportunidad por los recursos destinados a devolver deuda en lugar de a la inversión: más de 50.000 millones de media cada año en los últimos seis en España. Claro que el coste de no pagar es mucho mayor, en términos de destrucción de empleo, de actividad económica y credibilidad financiera.