Este verano se cumplirán 17 años desde que los bancos centrales de todo el mundo comenzaron a reinventarse para ayudar a un sistema financiero global que se quedaba de forma alarmante sin liquidez y con enormes bolsas de riesgos tanto dentro de los balances bancarios como en instituciones en la sombra. Corría agosto de 2007 (más de un año antes del colapso de Lehman Brothers) cuando se introdujeron las primeras medidas extraordinarias e imaginativas de liquidez, además coordinadas entre bancos centrales. Los mercados interbancarios se habían secado literalmente, ningún operador concedía financiación a otro. El prestamista de última instancia —los bancos centrales— tuvo que actuar y de qué manera, llegando los coletazos de esas acciones prácticamente hasta hoy.
A pesar de los esfuerzos, las medidas de liquidez no fueron suficientes, había muchas entidades a escala global que tenían graves problemas de insolvencia. Hubo un calvario en la banca americana desde marzo de 2008 con la compra —con apoyo público— de Bear Sterns por parte de JP Morgan hasta la caída de Lehman en septiembre de ese año. Entre medias, el banco IndyMac y las grandes corporaciones aseguradoras de hipotecas, Fannie Mae y Freddie Mac, tuvieron que ser intervenidas. Esta grave situación del sistema financiero estadounidense se trasladó a buena parte del resto del mundo con el contagio del desastre de Lehman. Fue muy necesario redoblar las medidas de liquidez bancaria, que se prolongaron en el tiempo y aumentaron su contundencia, junto a los procesos de recapitalización y rescates que las autoridades fiscales de un buen número de países tuvieron que aplicar. Los problemas saltaron a la deuda soberana de algunos países europeos (Grecia, primero, seguido de Irlanda, Portugal, España e Italia) en 2010 con lo que se inicia la extensión de los programas extraordinarios de compra de bonos para apoyar la deuda de los países, primero con condicionalidad, luego aligerándola de esos requisitos. Como la tormenta continuó arreciando, el euro comenzó a estar en peligro y Mario Draghi —el presidente del BCE en 2012— tuvo que comprometerse con el futuro de la moneda única con su famoso whatever it takes. Esto abrió un proceso que multiplicó las compras de bonos públicos y privados y de tipos de interés negativos o muy bajos. El balance público de los bancos centrales se llenó de estos títulos, en la mayoría de los casos con remuneraciones bajas por la propia actuación de los emisores del dinero.
¿Cómo es posible que se llegara con esta política monetaria tan expansiva hasta 2022 e incluso hasta hoy haya medidas —más restringidas, pero aún vivas— de apoyo a la deuda pública? El miedo a una deflación en la zona euro, la debilidad de la actividad económica (con la política fiscal limitada, en buena medida, por los últimos coletazos de la austeridad) y el temor a nuevos ataques a la deuda soberana de algunos países con finanzas públicas más tensionadas permitió que hasta 2020 llegara esa batería de medidas. Ese año, con la irrupción de la pandemia y la recesión, fue necesario diseñar nuevas medidas expansivas de compra de bonos para evitar un colapso de la liquidez europea y global. Tras la pandemia, llegaron las tensiones en la cadena de suministros, los conflictos bélicos —el primero de ellos, la guerra de Ucrania— y las tensiones geopolíticas que dispararon la inflación. Los bancos centrales tardaron en reconocer la gravedad de la situación. Luego se han visto obligados a subir los tipos más de lo que inicialmente imaginaron, por encima de la denominada tasa de interés neutral.
La gran liquidez de las autoridades monetarias de estos 17 años —aunque con un coste mucho mayor desde 2022— tuvo más lógica al comienzo de la crisis financiera global y también con la pandemia, para evitar males mayores. En cambio, no parece justificado haberlas mantenido cuando lo peor había pasado. El creciente rol dado a la política monetaria en el mix de acciones públicas perseguía tener una mayor estabilidad, en especial, en el ámbito financiero. Está jugando una especie de papel de red de seguridad que se ha implantado en las expectativas de todos los agentes económicos y políticos. Asimismo, desde 2020 ha venido acompañada de una política fiscal expansiva, combinación que explica buena parte del tirón inicial de la inflación y su resistencia actual a bajar más deprisa hasta el nivel objetivo (2%). Esa abundante liquidez de los bancos centrales, y el que parezca garantizada, puede estar relajando a los Gobiernos, que no sienten la misma presión de los mercados financieros para sanear sus cuentas públicas y aplicar las reformas que puedan ser necesarias para mejorar la competitividad y evitar futuras crisis de deuda. Sin olvidar que tiene costes, como hemos visto en las recientes pérdidas de los bancos centrales derivadas de sus carteras. Ese rol de generación de estabilidad financiera puede generar también incentivos equivocados a los agentes privados, que pueden creer que los bancos centrales intervendrán siempre que haya la mínima dificultad.
El riesgo moral y de una inadecuada asignación de recursos dentro de la economía en ese contexto son notables. Los estímulos monetarios fueron bienvenidos, pero su mantenimiento tanto tiempo parece algo excesivo. Se aprende a nadar con flotador, pero este apoyo tiene que desaparecer en algún momento si queremos de verdad bracear por nosotros mismos y volver a dar el precio correcto al riesgo sin red de seguridad, que ayudará a estimular los necesarios proyectos que la economía precisa.
Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días