La subida del rating de España que anunció Fitch la semana pasada era debida. No cabe duda que si ha habido condicionantes para la espera, han sido los de naturaleza política. Repetidos e inciertos comicios electorales y la situación de Cataluña han hecho que lo que los datos constataban como natural se haya hecho de rogar. Esta situación evoca la máxima de Cicerón de que “la justicia no espera premio alguno, se la acepta por ella misma”. Porque la recompensa, en sí, es extraña.
Debemos recordar que coloca a nuestro país en el mismo nivel de calificación crediticia (A-) que Lituania, Letonia, Polonia o Malasia. Hay poco nuevo en los argumentos que esgrime Fitch para esta elevación de la nota, lo que redunda en la idea de que han sido los fundamentos políticos los que han propiciado la espera. Esa “fuerte y amplia recuperación económica” impulsada por la demanda interna y “por una continua creación de empleo y la reducción del paro” llevan ahí algún tiempo.
«Algunas reformas han funcionado, aunque ese impulso transformador hace tiempo que se ha olvidado. Pero cada vez son más los analistas que no sólo consideran que la economía española es coyunturalmente más favorable sino que estructuralmente puede engancharse, con cierta fatiga, al vagón que está liderando la UE y que además apunta a dos velocidades».
Lo importante parece ser en qué medida esta elevación de la calificación pudiera propiciar un círculo virtuoso, sobre todo en lo financiero, que ayude a mejorar las calificaciones futuras de bancos y empresas españolas. No es un proceso automático pero suele haber mucha inercia. La economía española sigue fuerte y destaca diferencialmente en Europa. Algunas reformas han funcionado, aunque ese impulso transformador hace tiempo que se ha olvidado. Pero esos cambios y los vientos de cola han sido suficientes, incluso, para que cada vez sean más los analistas que no sólo consideran que la economía española es coyunturalmente más favorable sino que estructuralmente puede engancharse, con cierta fatiga, al vagón que está liderando la UE y que además apunta a dos velocidades.
El estigma de país endeudado del sur no se borra pero se ha difuminado en buena medida. Y el tiempo es propicio porque 2018 es un año que suena a reforma del gobierno corporativo europeo, con importantes negociaciones pendientes, como las del Brexit o la de algunos órganos claves donde poco se ha pintando en los últimos años y parece hora de tocar a la puerta.
Fitch clava su apreciación sobre algunos riesgos de nuestra economía. Respecto a Cataluña, la agencia parece contagiada del hastío generalizado doméstico y comparte la idea, cada vez más extendida, de que no habrá secesión ni conflictos agudizados pero sí picos de tensión que poco ayudarán a la economía catalana y, por extensión, a la pujanza de la española. La perspectiva del rating es estable. Toca esperar para subir nota. Y el principal problema es que ni esta calificadora, ni otras, ni buena parte de los observadores y analistas, consideran que España pueda emprender reformas cuando no puede, siquiera, aprobar sus presupuestos públicos en tiempo y forma. De otras reformas ni hablar. Aquellos miedos bancarios y el temor por el descontrol de la deuda que lanzaron por el precipicio el rating español se han disipado pero para volver al sobresaliente habrá que hacer mucho más.