El empleo global está partido en dos productividades: una alta de ciudadanos cualificados y una baja de otros menos formados. Estas diferencias se acrecientan a medida que la digitalización precisa de más empleos del primer grupo y menos del segundo. Si un país pretende desarrollar una estrategia de empleo definida y acorde con ese reloj “digital”, tiene que cumplir dos funciones.
La primera, preparar la formación para un mayor ajuste con la demanda de trabajo. La segunda, gestionar el destino de los trabajadores de formación más analógica no solo para mantenerlos en el mercado de trabajo, sino para evitar una exclusión social más general. No se trata de que todos los ciudadanos se conviertan en expertos en robótica, sino de actualizar y distribuir adecuadamente las capacidades.
«Para mejorar la cualificación, la primera y más obvia respuesta es generar capital humano bien formado. Sin embargo, en algunos países como España esto se entiende mal. Lo importante es transformar la formación, con menos obsesión por el “todos los universitarios posibles” y más por técnicos bien formados a todos los niveles».
En un país como España, esta semana hemos sabido que en febrero hubo más empleo (más afiliados en la Seguridad Social) pero también más paro (incremento de los registrados en las oficinas de desempleo). Claro que si miramos los datos corregidos de estacionalidad (suele hacerse menos de lo que se debería), el paro también bajó (en 10.445 personas). Sea como fuere, hay un dato adicional que revela cómo es la ballesta que rompe la manzana de la productividad en nuestro país: en febrero se realizaron 1.571.017 contratos, pero 1.402.320 fueron temporales y 168.607 indefinidos. La reforma laboral propicia crear empleo con tasas de crecimiento con las que antes no era posible, pero falta una estrategia más amplia de largo plazo relativa a la calidad y estabilidad del trabajo. Desarrollarla es complicado porque los efectos solo se observan en un largo plazo al que no llegan las lentes electorales.
La reforma del empleo tiene que acompañarse por una estrategia más transversal. Para mejorar la cualificación, la primera y más obvia respuesta es generar capital humano bien formado. Sin embargo, en algunos países como España esto se entiende mal. Lo importante es transformar la formación, con menos obsesión por el “todos los universitarios posibles” y más por técnicos bien formados a todos los niveles.
Es una idea desgastada por despreciada. Incluso si se apuesta por una estrategia de cualificación equilibrada, hay un problema adicional: los beneficios de un buen edificio educativo no se ven en el corto plazo. No podemos olvidar que hay un porcentaje de población importante que tiene aún varias décadas de actividad por delante y una cualificación reducida o desfasada. En otros países, como Estados Unidos, hay propuestas para encauzar estos trabajadores a los servicios y sectores donde encaja más su cualificación (turismo y agricultura).
Aunque parezca lógico, suele presentar cierta resistencia en algunos países y entre determinadas edades, especialmente allí donde la movilidad geográfica es menos frecuente. También, en un momento en el que el empleo público no está de moda, hay que apostar por absorber empleo de baja productividad en sectores públicos que venían desapareciendo, como la construcción o, al menos, reorientarla en colaboración público-privada. Se trata de apostar por una inclusión compatible con una transformación de las capacidades. Y ahora que la economía aún crece y genera empleo es el momento adecuado.