Una de las imágenes de la semana fue la del canciller alemán Olaf Scholz con un parche —estilo pirata— en su ojo derecho, a consecuencia de una caída haciendo ejercicio. Ilustra para muchos la situación de la economía alemana, que está despertando creciente preocupación. Con un gran matiz: aunque sus datos coyunturales de crecimiento económico e inflación no son buenos, sigue presentando la menor tasa de desempleo de la UE. El debilitamiento económico alemán se produce dentro de un contexto de fortalezas productivas, que más de uno quisiéramos para nuestro propio país. Aun así, las señales provenientes del gigante alemán desde el comienzo de la guerra de Ucrania son inquietantes. También para el resto de países —como España— que son socios comerciales y comparten la UE y el euro. Alguien que conoce muy bien esta realidad, el influyente periodista económico Wolfgang Münchau, afirmaba hace unos días que “es el fin de la era alemana”.
Alemania presentó una tasa de crecimiento del 0,1 por cien en el segundo trimestre, después de la recesión de comienzo de 2023. Casi un año sin crecimiento. El último dato de inflación (agosto) es del 6,1 por cien, inusualmente alto y persistente para un país históricamente refractario al crecimiento de precios. Al impacto brutal inicial del encarecimiento de la energía y otros factores de oferta, siguieron efectos de “segunda ronda”, con significativo crecimiento de los salarios. Las malas noticias recientes sobre el sector constructor e inmobiliario —con una cierta “burbuja”— se añaden al entorno negativo.
En febrero de 2022, cuando Rusia invadió Ucrania, se hicieron evidentes los resultados de la errática política energética alemana de las últimas décadas. Su enorme dependencia del gas ruso debilitó su competitividad industrial que, en gran parte, parecía derivarse del uso intensivo de ese combustible barato. Sustituir ese factor drenó muchos recursos y laminó parte de la fortaleza alemana. Como en otros países europeos, importadores de energía, no haber diversificado (i.e. centrales nucleares), al menos, durante la transición ecológica, ha tenido consecuencias muy negativas.
Otras dudas apuntalan la flojera de la actividad económica alemana. La relación con China se ha vuelto más compleja. Hay crecientes impedimentos para las exportaciones e importaciones con el gigante asiático. Afecta también negativamente el envejecimiento de la población germana y la gran dificultad para suplir vacantes en el mercado de trabajo, problema generalizado en muchos países. La falta de inversión —no solamente en seguridad y defensa— y la excesiva regulación son otros dos grandes obstáculos. Aunque el gobierno germano ha lanzado un plan fiscal para dinamizar la inversión y la economía, varios desacuerdos internos han desdibujado ese programa de gasto. Los aspectos positivos son el gran margen del Tesoro alemán para cualquier esfuerzo significativo de inversión —si llega el acuerdo político sobre el mismo— y las potencialidades que las reformas estructurales tendrían en una economía potente. Asimismo, la banca alemana —muy volcada en lo regional— debe encontrar su hoja de ruta para financiar proyectos transformadores de más alcance. Todo por el el bien de ese país y de la UE.
Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.