La brecha que se ha abierto a propósito de la respuesta que debería dar Europa a la crisis pandémica amenaza con llevar al traste los esfuerzos de cada país para evitar un desplome prolongado de sus economías, con consecuencias impredecibles para el proyecto europeo. Sin embargo, no basta con lamentar la falta de consenso. Apelar vagamente a una mayor coordinación o a ideales europeos de solidaridad, reiterarán a unos en su posición inicial sin convencer a los más recalcitrantes. Es el momento de la concreción, porque sin un análisis preciso del impacto de la inacción y un examen realista de las opciones de cambio, solo conseguiremos el impasse.
Las medidas emprendidas por cada país, incluido España, van en la buena dirección, si bien habrá que calibrarlas y ampliarlas a medida que la magnitud del shock se va precisando. Se trata de mantener el aparato productivo en respiración asistida gracias a ayudas a la liquidez de las empresas, al mantenimiento del empleo y a los colectivos más desfavorecidos. De modo que, cuando se suavice la crisis sanitaria y el confinamiento de la población, las empresas estén en condiciones de reanudar la producción. Si esto se consigue, el desplome anticipado de la actividad que podría contraerse en cerca del 10% durante el primer semestre, dará paso a un rebote durante la segunda parte del año que dejaría la contracción del PIB en torno al 3% para el conjunto del 2020. El crecimiento pasaría a terreno positivo, hasta cerca de esa cifra, en 2021.
El punto débil de este escenario en forma de “U” reside en la financiación del agujero presupuestario que necesariamente se agravará, porque el plan de choque, unido a la parálisis transitoria de la economía, redundará en una severa reducción de la recaudación y un incremento del gasto. También se anticipa una escalada de la deuda, por la acumulación de déficits y porque el Estado no tendrá más remedio que asumir pasivos de empresas al borde del colapso, para así prevenir un contagio a todo el sistema financiero como ya ocurrió en 2011-2012. Todo ello hace temer presiones sobre las primas de riesgo, que anularían efectividad a los planes de choque nacionales.
Gráfico 2
El propio Mario Draghi aboga por una política acomodaticia de financiación de los desequilibrios presupuestarios generados por la crisis del coronavirus, de modo que el impacto sea transitorio en la medida de lo posible.
De ahí la propuesta de varios países, entre otros España, de emitir “coronabonos”, es decir títulos de deuda mutualizados para cubrir los costes de la pandemia. Esta es una opción tajantemente rechazada por los nórdicos, que constatan que los países del sur de Europa no han aprovechado la expansión para sanear sus cuentas públicas. Si bien no les falta razón, el caso es que el virus se extiende por todo el continente y que economías como la alemana no son tampoco inmunes ante lo que acontece en el resto. Alemania exporta el 14,3% de su producción a otros países europeos, y el 6,7% en total a España, Francia e Italia (gráfico). En el caso de Holanda, las proporciones alcanzan el 43,7% y 12,1%, respectivamente. Una parálisis de los intercambios comerciales sería letal para buena parte del tejido productivo de esos países, porque estamos en un mundo interconectado.
Ante este debate estéril que podría eternizarse, la salvación podría venir una vez más del BCE. Frankfurt ha dado a entender que podría flexibilizar por un tiempo limitado –todo lo que dure la crisis sanitaria– los límites nacionales a su programa de compra de deuda. De ser así, y de lograr comunicarlo a los mercados, esta iniciativa podría facilitar la financiación de las medidas de choque, algo especialmente relevante para España. Paradójicamente, se trataría de una mutualización implícita de las deudas nacionales. Unos eurobonos que no dicen su nombre.
Fuentes de los gráficos: Funcas (estimaciones) y Eurostat.
Artículo publicado originalmente en el diario El País.