Ver el precio de la gasolina por encima de los dos euros la pasada semana dio la dimensión exacta de la crisis energética en la que estamos inmersos. Las consecuencias que esto va a tener, no solo sobre el bienestar de los consumidores, sino sobre la competitividad de la industria, son enormes y, como en el caso de la electricidad, es necesario tomar medidas como están haciendo todos los países de nuestro entorno. El Gobierno parece haberse decidido por dar ayudas específicas al sector del transporte y posiblemente otros colectivos afectados, en lugar de bajar los impuestos de los carburantes. Es la decisión correcta; bajar los impuestos de los carburantes sería como tomar antibióticos ante una gripe: un remedio de dudosa eficacia y lleno de contraindicaciones.
El primer argumento para no bajar los impuestos de los carburantes es que no se deben rebajar artificialmente los precios. La gasolina es más cara y escasa, y el precio debe reflejarlo para incorporar esta información en la toma de decisiones. Por ejemplo, es el momento de utilizar menos el transporte privado y más el transporte público. Es cierto que no todos los consumidores tienen igual acceso a este último, o renta suficiente para afrontar la subida de su precio. Tampoco todos los sectores industriales tienen la misma capacidad para soportar un aumento de sus costes, especialmente cuando se produce la tormenta perfecta entorno a los precios energéticos (gasolina, gas y electricidad). Por todo ello es necesario ayudar a los colectivos y sectores más afectados, pero sin reducir el poder de los precios para incentivar al ahorro energético mediante el uso del transporte público, la moderación de la velocidad y la compra de vehículos más ecológicos.
También hay que hacer un análisis cuantitativo de los impuestos sobre carburantes en España. En la actualidad estas tasas recaudan unos 12.000 millones de euros, una cantidad muy similar a la que gastamos en el mantenimiento de nuestra red viaria. Esto implica que no internalizan los costes adicionales de CO2 que generan, como sí hacen otros sectores económicos. Los impuestos se pueden justificar por la necesidad de recaudar fondos públicos, pero también por la necesidad de internalizar externalidades negativas como la polución. En esta dimensión, nuestros impuestos están lejos de incentivar un eficiente ahorro energético. De hecho, de acuerdo con los datos de la Tax Foundation, la media de impuestos a los carburantes en Europa en 2020 era de 55 céntimos por litro, mientras que en España este impuesto estaba en los 50 céntimos. Este importe es el más bajo de los países de nuestro entorno, ante los 64 céntimos en Portugal, 60 en Francia o 73 en Italia. Por ello, en el reciente debate público sobre la posibilidad de incorporar peajes a las carreteras, el incremento de estos impuestos se planteaba como una alternativa más eficaz para aumentar la recaudación.
Por el contrario, el precio de la gasolina antes de impuestos es en España tradicionalmente de los más altos de Europa. Si le da por blasfemar delante de un surtidor por el precio desorbitado del dorado liquido, no se acuerde de los impuestos: piense que, en gran parte, la falta de competencia en el sector es culpable de ello. La CNMC ha denunciado en diversos informes que este mercado tenia serios problemas de competencia debido al poder de mercado de las grandes cadenas de distribución, la existencia de contratos de exclusividad y de barreras de entrada al mercado para distribuidores independientes. Desde la ley del 2013, la situación ha mejorado, aumentando el porcentaje de distribuidores independientes y dinamizándose el mercado gracias a la entrada de gasolineras automáticas. Aún así, el camino que queda por recorrer en este sector —y en muchos otros— es grande, pero bajar los precios a través de la promoción de la competencia tiene el beneficio adicional de que mejora la eficiencia en la asignación de recursos. En términos de equidad, cambia poder de mercado por poder de compra de los consumidores.
Apostar por ayudas directas a sectores industriales y colectivos desfavorecidos genera, igualmente, numerosos interrogantes. Por ejemplo, habría que preguntarse por el montante de las ayudas y compararlas con las de nuestros socios europeos —que además de socios son competidores— sin perder de vista nuestro escaso margen fiscal. Y también es importante saber qué diseño se les quiere dar a las ayudas y qué objetivos han de tener, puesto que deben ser capaces de aunar la dimensión equitativa con la competencia industrial. En definitiva, diseñarlas bien es una tarea compleja y el diablo está en los detalles.
De momento se ha esquivado la rebaja de impuestos. Reducir ahora el impuesto de los carburantes sería ir contra el signo de los tiempos. Dejarse bigote en términos tributarios.