Con la cabeza metida en la melé catalana y el sinfín de derivaciones que propicia, parece que otras cuestiones de especial trascendencia económica, en particular las internacionales, ocupan un lugar secundario. Una camisa de fuerza doméstica para un mundo que ya anda desquiciado. El Brexit, uno de los principales elementos desestabilizadores en la esfera europea, puede tomar pronto un rumbo más claro del que ha carecido hasta ahora, cuando Theresa May pronuncie este viernes en Florencia un discurso tan esperado como misterioso.
Como en tantas ocasiones, la lógica económica podría imponerse y la propuesta británica parece girar hacia una versión light de la salida de la UE. Al menos, esa es la impresión, aunque las dudas no desaparecen. Es preciso tener en cuenta que tras las esperadas palabras en la bella ciudad italiana, Theresa May tendrá que buscar el refrendo de su partido en el congreso anual que los conservadores celebrarán en Manchester a principios de octubre. Sus correligionarios aún podrían instarle a defender la versión más dura del Brexit, aunque hay crecientes dificultades para esa posición.
Los datos económicos empiezan a ser preocupantes. El nuevo y desolador paradigma de la economía post-crisis: el 75,5% de la población activa británica trabaja —el dato más elevado desde que empezó a ofrecerse esta estadística en 1971—, pero los salarios siguen en permanente depresión. No es que esto tenga que ver necesariamente con el Brexit, pero los empresarios saben que no lo va a poner mejor. Y han presionado enormemente para que sus quejas resuenen en el pabellón auditivo de los mandatarios de las islas.
«Philip Hammond aseguró la semana pasada que existe consenso al máximo nivel en el Gobierno británico para que se opte por un Brexit suave que incluiría el mantenimiento del actual statu quo con la UE dos o tres años más allá de 2019».
Ha llegado un momento en que resulta tan evidente que un Brexit duro sería nefasto para la economía británica que su gobierno no sabe cómo dar la vuelta sin hacer demasiado el ridículo. Desde la UE no se ha perdido la vez y se insta sin complejos a Theresa May —como hizo Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo la semana pasada— a reconocer que la salida de la UE hace bastante más daño a Reino Unido que a los socios comunitarios.
El baño de la realidad económica escuece como el jabón en los ojos de un niño en el partido conservador. El responsable de Asuntos Exteriores, el excéntrico Boris Johnson, se ha despachado contra la vía supuestamente blanda del Brexit. Esa vía ha sido defendida, principalmente, por el ministro de Hacienda, Philip Hammond, quien la semana pasada aseguró que existe consenso al máximo nivel en el Gobierno británico para que se opte por un Brexit suave que incluiría el mantenimiento del actual statu quo con la UE dos o tres años más allá de 2019. Esa transición permitiría que Reino Unido completara el calendario de pagos comprometido con sus actuales socios comunitarios y una negociación más sosegada del nuevo entorno de colaboración. En ese ambiente de relajación, sería más probable que el Brexit acabara tornando en algo muy parecido a las relaciones actuales entre las dos partes. Pero es pronto para decirlo en un mundo donde la política está instalada en el histrionismo.