Numerosos estudios en las últimas décadas —pero también el sentido común— sugieren que el crecimiento económico y el bienestar —e incluso la capacidad para afrontar y superar una crisis— dependen de un buen desarrollo financiero tanto como de la calidad de las instituciones de ese país. Esta comprende cuestiones tales como cumplimiento de contratos, transparencia, disciplina ante la corrupción, incentivos al esfuerzo o respeto por el mérito y la capacidad. Conforme las sociedades avanzadas se modernizan deberíamos esperar que la democracia actuara como un mecanismo de disciplina que impulsara una mejora continua de esas instituciones. A su vez, el sistema financiero debería ser un apoyo para que ese desarrollo social e institucional sea potente y equilibrado. Sin embargo, observamos que esto no ha sido así muchas veces. El supuesto contrato social entre democracia e instituciones económicas no parece funcionar y los episodios de inestabilidad financiera desembocan en desigualdad y desconfianza social y lo hacen aún más difícil.
Escribía Larry Summers estos días en Financial Times que llevamos meses de sobresalto en sobresalto financiero. Los vaivenes de la bolsa china, la parálisis en algunos emergentes, la quiebra de Puerto Rico y, por supuesto, el rescate griego, son algunos ejemplos. No encontramos fórmulas políticas globales que garanticen un espacio de confortabilidad razonable. En un entorno de dificultades para la recuperación económica, hacer comprender a la ciudadanía la importancia de compatibilizar democracia y estabilidad financiera es un ejercicio atrevido. Sin embargo, se observa que algunos países tienen soportes democráticos y otros no tanto pero que sin un marco institucional fuerte cualquier vaivén financiero puede tener consecuencias muy duras.
El supuesto contrato social entre democracia e instituciones económicas no parece funcionar y los episodios de inestabilidad financiera desembocan en desigualdad y desconfianza social
La premisa es, en cualquier caso, que la estabilidad financiera debe preservarse y deben existir soportes para que, en caso de problemas, el coste de restituirla no recaiga en el contribuyente. Algo hemos aprendido tras la última gran crisis pero está bastante poco claro que sea suficiente. Más aún cuando estamos en un terreno experimental de bajos tipos de interés y mucha liquidez oficial que aún no hemos abandonado.
No resulta sorprendente, por ejemplo, que el dramático caso griego haya puesto de manifiesto qué sucede cuando el estado del bienestar avanza al margen de la calidad institucional y en medio de turbulencias financieras. El referéndum del 5 de julio fue un ejercicio democrático en un país donde la calidad institucional había caído en picado. Sin embargo, a uno le da por sospechar que el gobierno griego ha pasado por el aro porque su sector bancario estaba al borde del K.O. Sin instituciones fuertes —ni voluntad para que las haya— la urgencia financiera ha dominado sobre lo demás. En China, hay músculo financiero pero no hay libertad institucional. En países como Brasil, hay democracia y potencial de crecimiento económico y financiero pero las instituciones que lo soportan están aún en construcción y ha desigualdades sociales demasiado agudas.
Aumentar la calidad institucional mientras viene el siguiente vaivén es lo mínimo que podemos hacer. Y no está claro que lo estemos consiguiendo.