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La euforia tras los datos

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Detrás de la euforia suele haber alegría por la sorpresa positiva y una cierta exageración de las emociones, impulsada por el optimismo. Pero también se esconde el peligro de alejamiento de la realidad. Algo parecido le está ocurriendo a la economía española. 2017 lleva camino de ser un nuevo año en el que los datos de crecimiento y empleo superen las previsiones. De hecho, estas ya se están revisando al alza. Así lo hizo el Banco de España hace pocos días con la variación estimada del PIB, que elevó del 2,5% al 2,8%, volviendo de nuevo a situarla cerca de ese 3% que ha sido referencia media del avance de la economía española en los últimos años y al que se había dicho prematuramente adiós. Y los datos de empleo de marzo han sido tan destacados que sugieren que todo se está moviendo a un ritmo mayor del previsto y han llevado al ejecutivo a afirmar que el desempleo bajará hasta el 16,6% a finales de año. La ocupación hotelera en Semana Santa, en el entorno del 90%, es otro síntoma de animación.

Incluso en el diseño de determinadas políticas, como la presupuestaria, hay cierta euforia. Mientras que la mayor parte de los analistas sugieren que la estimación de ingresos fiscales es exageradamente optimista, el Gobierno espera que el crecimiento económico les aporte realismo. Seguramente, la previsión oficial de variación del PIB cambiará más pronto que tarde. El ejecutivo viene siendo prudente a la hora de revisar al alza las previsiones. Suele ser de los últimos en hacerlo. Pero así se aprovecha más el poder que tiene aumentar el denominador en las ratios del cumplimiento, cuando una sorpresa positiva en el PIB se convierte en una ayuda para cumplir con los compromisos de deuda y déficit.

«Cualquier incómodo observador advertirá del peligro de la inercia. La realidad es que el ritmo de reformas se ha reducido de forma significativa, en un país en el que la educación, la innovación, la energía o la eliminación de privilegios de algunos sectores sigue siendo absolutamente necesaria».

Se esperaba que los vientos de cola se retirasen. No obstante, aunque menos, siguen soplando. El precio del crudo permanece estable y, aunque la inflación asoma, los estímulos monetarios seguirán siendo importantes durante un tiempo considerable. El Brexit, la incertidumbre internacional y otros huracanes parecen haber perdido fuerza al tomar tierra, aunque su poder destructivo y capacidad de sorpresa se deben seguir teniendo en cuenta.

Parece justo reconocer que algo ha cambiado en la estructura productiva española, que se puede crear empleo con menos crecimiento que antes y que la competitividad exterior ha mejorado más de lo que podríamos esperar. Pero cualquier incómodo observador advertirá del peligro de la inercia. La realidad es que el ritmo de reformas se ha reducido de forma significativa, en un país en el que la educación, la innovación, la energía o la eliminación de privilegios de algunos sectores sigue siendo absolutamente necesaria. Si algo debe enseñarnos la crisis —que aún está muy presente— es que hay que mejorar la capacidad de resiliencia. No podemos considerar aceptable que cuando arrecien vientos de cola se genere la inercia contraria a la actual. Una en la que el crecimiento y el empleo se resientan más de lo esperado. Los castillos de naipes llevan mal las euforias. Es preciso edificar sobre bases más sólidas que las coyunturas favorables.

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