En el nuevo orden económico que estamos tratando de comprender con más sorpresa que acierto, los gestores de activos han dejado paso a los de deuda como nuevos amos del mundo. La Navidad se presta a cuentos con mensaje de esperanza, en el que el tema de la deuda en obras como las del novelista inglés Charles Dickens es una referencia.
Un autor sin duda inspirado por los rigores de su tiempo y por haber pasado parte de su infancia en una cárcel junto a su familia por los impagos acumulados por su padre. La deuda nos acompaña en nuestra vida. Es referencia para proyectos personales y empresariales. Determina compromisos y hasta el alcance de nuestra libertad. Y en los últimos tiempos se asocia, cada vez más al término “insostenible”. En España, la deuda pública ya ronda el 100% del Producto Interior Bruto (PIB) y la que acumulan empresas y hogares está en el 169%. La primera ha subido de forma continuada en los últimos años mientras que la segunda ha disminuido de forma notable, en un esfuerzo del sector privado que conviene valorar. No es este, en todo caso, un problema exclusivo de nuestro país.
Según el Fondo Monetario Internacional, la deuda global alcanzó a finales del pasado año 2015 el registro récord de 152 billones de dólares, que supone el 225% del PIB mundial. En el terreno de juego de la macroeconomía actual, más que el importe de lo que debe cada país parece valorarse la credibilidad sobre su pago. Muchos inversores y analistas —especialmente desde Estados Unidos— creen poco en la capacidad de muchos países europeos para honrar su deuda y consideran que Alemania y otros países más ahorradores tendrán que asumir la carga antes o después.
«Lo peor es que un Gobierno protege a unos ahorradores privados para pagar el rescate con el dinero del contribuyente porque socialmente (entiéndase, electoralmente hablando) el bolsillo privado duele más que el público. Y en el fondo es el mismo. La deuda es ubicua y el desprecio por lo que realmente significa también».
La excepcionalidad de la expansión cuantitativa la hace un experimento inacabado de consecuencias imprevisibles, pero ha ayudado en alguna medida a la sostenibilidad del endeudamiento. No sólo porque los tipos de interés han llegado a ser tan reducidos, sino porque la curva de esos tipos se ha estirado tanto que muchos gobiernos y empresas han podido cambiar deuda a corto por deuda a largo y disminuir la carga de intereses de forma muy significativa.
En todo caso, cualquier país que no demuestre cierta reputación fiscal está abocado al aislamiento y la desolación financiera. Y desde ahí conviene descender aceleradamente hacia la escena microeconómica, para tratar de comprender por qué tenemos una consideración tan distinta de lo público y lo privado. Reclamamos el fin de la disciplina fiscal sin saber que eso supone llenar un bolsillo para vaciar el otro.
El ejemplo más obsceno lo hemos visto en Italia en los últimos días: el Gobierno transalpino ha rescatado al banco italiano Monte dei Paschi sin que los tenedores de bonos asuman parte del rescate de la entidad. Ya es de por sí difícil de asumir que no se cumpla la normativa europea de resolución bancaria. Lo peor es que un Gobierno protege a unos ahorradores privados para pagar el rescate con el dinero del contribuyente porque socialmente (entiéndase, electoralmente hablando) el bolsillo privado duele más que el público. Y en el fondo es el mismo. La deuda es ubicua y el desprecio por lo que realmente significa también.